sábado, 6 de agosto de 2011

La Casa Apagada - Terraza (parte VI) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...


Terraza T Manuel
Cuando Manuel sube a la terraza, lo hace con la seguridad de que algo extraño está pasando.  Alertas que no suenan, alumbrados de emergencia apagados, puertas bloqueadas y además ese extraño resplandor que desprenden las nubes.  Todo es muy extraño: seguro que ya han llegado.  El apagón ha sido la señal.  Por fin han venido a buscarle. 
Lleva mucho tiempo esperando este momento.  No tiene miedo.  Está preparado.  No tiene que despedirse de nadie, no tiene que dejar ninguna nota, ni siquiera tiene que preocuparse por sacar al perro.  Sí, está preparado.
Se acerca al centro de la terraza.  El cielo comienza a abrirse.  Un intenso haz de luz le rodea.  Proviene de la nave estelar destinada en la Tierra.  Su continuo giro emite un sonido muy agudo.  Tres extrañas criaturas de enorme cerebro le tocan los hombros.  Y comienza a ascender.  Con ellas.  Tiene la impresión de que ya no pesa.  La intensa luz en el interior de la nave le obliga a cerrar los ojos.  Una música suave le rodea.  Está tranquilo.  Se encuentra preparado.
De pronto, un golpe seco.  Un grito se eleva desde la calle.


La Casa Apagada - Planta segunda (parte V) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...


Segunda planta 2 Vicente y amigos
Este Vicente es un capullo.  Sabe de todo, y de todo más que nadie.  Y encima siempre me deja en evidencia, con ese regusto amargo del ridículo sin respuesta.  Estoy hasta los mismísimos.  No puedo con él, es que no lo aguanto.  Pero ya callaré yo a ese listillo.  Todo llega.
“Ey, tú pequeñín, has vuelto a bloquear la impresora.”  “A ver, enano, llevo esperando tu informe tres horas; a ti seguro que te da igual, pero yo no puedo perder así mi tiempo.”  “¡Por fin has terminado! Nene, ¿seguro qué tú has hecho una carrera universitaria?”
Este Vicente es un tío odioso, repelente, asqueroso.  Pero, ¿es que nadie se ha dado cuenta?  ¿¿Y ahora qué pasa??  Se ha ido la luz.  Lo que faltaba.  A este paso no termino nunca, joder.  Si es que no se ve nada.  Esta oficina sin ventanas es una mierda.  Realmente no veo ni mis manos. 
Me levanto tanteando las mesas con idea de salir al pasillo.  Sigo el revuelo de las voces.  De pronto noto una voz justo a mi espalda, sobre mi hombro: “Seguro que ha sido el enano. Me juego el cuello.  Habrá tocado algún fusible que no debía”.
Sin pensarlo dos veces, me aparto a un lado y pongo el pie a modo de obstáculo.  La zancadilla funciona y el capullo cae pesadamente al suelo.  Una energía inesperada me empuja: comienzo a pegarle patadas por todo el cuerpo.  No estoy seguro dónde golpeo: pecho, pierna, barriga, cuello, y a veces no acierto y me doy contra el parquet.  Pero continuo pateando una y otra vez hasta que me duele el pie.  No ha soltado un solo grito, ni un solo quejido.  Ojalá le haya partido la boca al primer puntapié.  Respiro alterado.  Me recompongo el pelo y, de nuevo, apoyándome en las mesas, emprendo el camino de salida al pasillo.
Sigo sin ver nada, pero supongo por las voces que todos estamos en el pasillo.  Todos menos él.  Y para cubrirme en salud, yo también me pongo a hablar: “Los teléfonos tampoco funcionan. Joder, ¿qué puede haber pasado?  Vicente, ¿serías tan amable de darme un cigarro?”.  No hay respuesta.


jueves, 14 de julio de 2011

La Casa Apagada - Planta primera (parte IV) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...

Primera planta 1 Aurora
Aurora está desesperada.  Esto de trabajar en el turno de tarde la pone de muy mal humor.  Pero no es lo único, porque últimamente casi todo la pone de mal humor.  No aguanta tener que esperar el metro y menos los apretones de la gente una vez que estás dentro.  Y ya si el vagón se para en medio de un túnel, es que le han jodido el día, los nervios se le encrespan.  Le repele la gente que huele mal, no soporta a los costras que le piden continuamente por la calle.  Odia a la personas con mal gusto, que combinan a ciegas, y aún más a aquellas viejas horteras que gritan al hablar. 
“Todavía las siete, no me lo puedo creer, hoy se me está haciendo el día más largo que nunca.  Y encima esta puta lluvia”.  Aunque no está muy bien visto, se pone los cascos conectados al ordenador y comienza a escuchar el Avalanche de Sufjan Stevens.  Mira a su alrededor en la oficina:  sus compañeros teclean en el ordenador, hacen fotocopias o hablan por teléfono.  “Míralos, qué bien se lo pasan, si hasta parece que disfrutan.  Es que no puedo con ellos.  Mucho de buenas palabras, pero luego, por detrás, al menor descuido, ya te la están clavando.  Malditos hipócritas, si es que cómo no voy a preferir estar sola”.
Inesperadamente todo queda a oscuras.  Surgen los típicos grititos y bromas.  Algunos se acercan a la ventana para comprobar el alcance del apagón.  Otros permanecen sentados mientras comentan la situación.  Ella permanece en silencio.  Le da pánico la oscuridad.  Los primeros síntomas de un ataque de ansiedad se le van presentando.  Se echa las manos a la cabeza y se tapa los oídos.  Nadie lo sabe, pero desde pequeña duerme con la luz encendida.  Aún recuerda con nitidez, el día que la madre Montserrat la encerró en el cuarto de los ratones por haberse roto la falda en el tobogán.  Y también memoriza claramente las tijeras, la sala de rezos, y cómo había destrozado, una por una, todas las biblias y misales que utilizaban las monjas en sus continuas oraciones.  “Ya no podrán rezar más”.
Alguien propone salir al pasillo a charlar tranquilamente en lugar de andar a gritos.  Aunque sólo entra el resplandor de las nubes plomizas, todos se levantan y salen de la sala.  Todos menos Aurora, que tras una pausa, abre el cajón y coge las tijeras.  Sin pensarlo ni un segundo más se lanza al suelo y comienza a cortar todos los cables: ordenadores, teléfonos, impresoras, fotocopiadora... “Ya no podrán trabajar más”.

miércoles, 29 de junio de 2011

La casa Apagada - Entreplanta (parte III) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...

Entreplanta E Germán y María
Germán acaba de descubrir dos hermosas manchas en su cazadora, justo a la altura del ombligo.  Está claro que no puede trabajar así, y menos hoy que le toca estar en la entrada.  Sin dudarlo, coge la placa de vigilante de seguridad y se la engancha sobre la barriga para ocultar la tela manchada.  María le observa desde la recepción y mientras guarda sus cosas en el cajón, piensa que es un chico mono pero un poco raro, y que si no fuera por eso, se tomaría gustosa unas cañitas con él. 
En cuanto tiene oportunidad, él se aproxima para observar más de cerca sus ojos verdes, para luego, bajar la vista en cuanto ella le responde.  Nunca sabe qué decir.  Y ella sin embargo, no para de rajar.  Además, está convencido de que perdería el tiempo: ella con sus muchos amigos, con sus bolsos, uno para cada día de la semana, ella, seguro que no siente lo mismo.  Pero hasta en eso se equivoca.
Inesperadamente todo queda a oscuras.  Él comprueba que la puerta de entrada está bloqueada. 
-         Bajo al sótano a revisar los fusibles - comenta seriamente.
Ella se levanta y le frena en seco:
-         ¿No se te ocurrirá dejarme sola?.
-         Sólo tardaré dos minutos - contesta él. 
Pero se queda.  Y enciende la linterna un segundo para hacerle saber que sigue allí,  a su lado.
-         Cuéntame algo - le pide ella con voz pequeña.
Un silencio frío les separa, pero de pronto Germán comienza a hablar: 
-         ¿Sabes que la forma en que crecen los cristales de hielo es una perfecta muestra del sistema caótico?  No hay dos cristales de nieve iguales.  Los copos no crecen lentamente en condiciones ideales de equilibrio, sino que cristalizan de forma rápida, dando lugar a esas formas arborescentes, cada una de ellas con detalles específicos en función de las condiciones meteorológicas.  El mundo y todo lo que contiene no sigue estrictamente el modelo de un reloj, previsible y determinado, sino que tiene aspectos caóticos.  Es lo que los científicos llaman la teoría del caos.  Así, causas pequeñas pueden producir grandes efectos.  En determinados experimentos, la acción conjunta de dos variables, en lugar de sumar sus resultados, pueden originar un efecto realmente impensable.  Así, la combinación de alcohol y droga, aunque sea en pequeñas dosis, puede llevarnos a consecuencias desmesuradas.  Siguiendo a Einstein, una pequeñísima porción de masa, bajo ciertas condiciones, puede liberar enormes cantidades de energía.  Imagina que sueltas un guijarro a dos mil metros de altura.  Teniendo en cuenta que la aceleración aumenta según la gravedad terrestre, producirá un efecto bastante doloroso sobre la persona que esté abajo, y eso sin ponderar el rozamiento del aire.  Vamos, que hasta la más pequeña gota de rocío caída del pétalo de una rosa al suelo, repercute en la estrella más lejana.
-         Respira hombre, respira - interrumpe ella totalmente desconcertada -.  Estoy pensando si no te apetecería luego tomar una cervecita conmigo.

viernes, 17 de junio de 2011

La Casa Apagada - Planta baja (parte II) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...

Plantas 0/Baja  0 /B  Paula y Antonio 
Paula se coge del brazo de su marido mientras observa el espacio vacío: sólo unas luces que se encienden y apagan cada cinco segundos.  Sabe que en cualquier momento Antonio va a saltar con algún comentario grosero sobre el arte moderno, de ahí que se abrace aún con más fuerza a su brazo, en un amago tierno de evitar ese arranque violento que ya le conoce.  Fue de ella la idea de visitar la exposición antes de ir al restaurante donde han reservado mesa para las 20:30.  Van a celebrar sus quince años de casados y ella quiere que todo salga bien, incluso le ha comprado un regalo.
Inesperadamente, todo queda a oscuras.  Al principio les parece que forma parte de la exposición.  Sólo cuando el vigilante les pide que no se alerten, que en seguida vuelve, que va a averiguar qué ha pasado, son conscientes del apagón.  Ella tira suavemente de Antonio, hasta apoyar la espalda contra la pared que recordaba más cercana.  Calla, pues como le conoce, prefiere el silencio, es mejor no provocar.  Sin embargo, ocurre.
-         ¡Joder, Paula, mira que lo sabía!  Sabía que la mierda esta me iba a amargar la tarde.
-         Pero cariño como ibas a saber nada.  Se ha ido la luz y punto.  Eso nadie lo puede adivinar.
-         Pues yo ya me barruntaba algo.  Si es que no sé para qué te hago caso.  Cada vez que organizas algo la cagas.  A ver qué hacemos ahora aquí encerrados, a oscuras, y todo para nada, para ver tres tabiques pintados de blanco y una bombilla rota.  ¿Y a esto tú lo llamas arte? 
-         Yo no.  Esto lo llaman arte los expertos, que saben más que nosotros.
-         Sabrán más que tú, que no sabes ni ensartar una aguja.  Si es que eres como tu madre, que solo sabe escribir su nombre cuando tiene que firmar. 
-         Oye, no te metas con mi madre, que ya tuvo bastante con sacar adelante a cinco hijos.
-         Y así habéis salido todos, unos incultos, unos tarados.
-         Uy ya salió el catedrático, el licenciado en filosofía y letras, el vendedor de ¡colchones! más laureado.
-         Paula, no me toques los cojones, que ya me conoces.  Que sepas, que por lo menos, yo trabajo, cosa que tú no has hecho en tu vida.
-         Ah, muy bien, que no es trabajar el limpiar toda la mierda que vas dejando desde que te levantas.  Si no fuera por mí, no sabrías ni ponerte los calzoncillos a derechas.
-         Paula, que te embalas...
-         Antonio, que te pierde la boca...
-         Mira, paleta ignorante, a mí no me habla así ni mi padre.  Si por no saber, no has sabido ni hacer hijos, coño, tanto como te las das con los de otros.
Paula comienza a deslizarse contra la pared hasta acabar sentada en el suelo.  Las lágrimas no terminan de salir, más bien lo que tiene es una rabia contenida que hace que le tiemblen las manos.  Le da miedo esa negritud extrema.  Por su cabeza discurren desordenadas imágenes de lo que ha sido su vida los últimos años. 
Con la misma pausa, se consigue enderezar hasta ponerse a la altura de Antonio.  Comienza a acariciarle la cara como tantas veces ha hecho, con calma, con dulzura.  Él la rechaza airado.
-         ¡No me toques ahora, joder!  Que sabes que me pone más de mala leche todavía.
-         No cariño si ya no te voy a tocar más...
Con toda su rabia le da un rodillazo en los testículos.  Y cuando nota que se encorva, le coge de los pelos y le grita al oído:
-         ¡¡Vete a la mierda!!.
La puerta de la sala chirría al abrirse.  Se oyen unos tacones desorientados, pero resueltos, que suben las escaleras. 
-         Y esta jodida luz que sigue sin venir.

miércoles, 15 de junio de 2011

La Casa Apagada - Planta sótano (parte I) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba.  Solamente se había oído una golpe seco, por encima de las cabezas, en la terraza del edificio.  Fue como la explosión de una traca en el interior de una caja metálica.  Y luego, todo quedó a oscuras.  No sonaba ninguna alerta acústica, tampoco funcionaba el alumbrado de emergencia, y las puertas de salida, extrañamente, habían quedado bloqueadas.  Por las ventanas de la calle sólo entraba el pobre resplandor de unas nubes plomizas que no dejaban de descargar lluvia.  El apagón también había afectado a los edificios vecinos.  El tráfico siempre tumultuoso de la zona, que atronaba diariamente con sus cláxones, ahora se había esfumado.  Se diría que hubiesen cortado la calle tanto en Atocha como en Embajadores.  Era todo muy extraño.

Planta sótano SS Pedro y Hugo
Al entrar al auditorio, Pedro mira su reloj: “no son más de las 18:50, perfecto”.  Cuando cumplió los treinta se prometió no volver a llegar tarde a ninguna cita o evento, y aún menos al bufete, que es donde se supone que se debe dar más ejemplo.  Toma asiento, como suele hacer normalmente, en la penúltima fila.  Se quita el abrigo, se ajusta la corbata y observa a la gente que sigue entrando en la sala.  Los ponentes ya están sobre el escenario.  En la pantalla: “Explotación infantil. Derechos del niño. Soluciones.”  De pronto alguien llama su atención: sentado en la misma fila, pero cuatro butacas más allá de la suya, un joven lo mira entre distraído y atento.  Lo ha reconocido perfectamente, pero aún así no se lo puede creer.  Agacha la cabeza y simula buscar algo en el bolsillo: “joder, puta casualidad, mira que Madrid es grande”.  Desde que comenzaron sus escapadas nocturnas, y ya va para mucho, nunca le había pasado.  Y piensa que precisamente hoy le tiene que pasar.  Lo mira de reojo y coinciden sus miradas.  Ahora sí que se han reconocido, los dos, pero ninguno se mueve.
A Pedro le gusta salir solo alguna que otra vez.  Se inventa una excusa en casa y sale a tomar copas hasta la madrugada.  Un par de rayas y comienza la caza.  Por suerte, siempre encuentra algún chico borracho y guapo al que follar en el coche, en un hotel cercano o en el mismo servicio del local.  Después, vuelta a la rutina y todo olvidado.  Pero hoy, a escasos tres metros, allí está él, casi igual de atractivo o más.
Inesperadamente, todo queda a oscuras.  El coordinador les pide calma y que, por favor, no se muevan de sus asientos hasta que no se haya restablecido el servicio.
De pronto, una mano en la pierna le pone alerta.  Una lengua viscosa en la oreja que va resbalando despacio, hasta los labios.  Sabe quién es y lo que pretende.  Receptivo, aspira ese aliento sabroso de chicle recién escupido.  Está muy excitado y por un momento se ha olvidado de donde está, a lo que ha ido y a lo que se arriesga; simplemente se deja llevar.  La barba de tres días le estimula aún más y acelerado responde con rabia a aquellos ásperos besos.  Una diestra mano en la bragueta le hace temblar.  Ahora lo recuerda mucho mejor: aquella noche se había alargado más de la cuenta y cuando lo dejó dormido en la habitación, había estado tentado de anotarle su teléfono; nadie le había comido la polla de esa manera.  La oscuridad cada vez más ruidosa, se llena de quejas y cuchicheos, entonces la voz de Pedro estalla en un quejido gozoso que no puede reprimir.  Saca un pañuelo del bolsillo y trata de recomponerse con rapidez.  De nuevo nota el aliento ahora cerca de su oreja.
-       Bueno Pedro, ha sido todo un placer volver a NO verte. - Se oye el eco de un roce de asiento con ropa que se aleja...  Pero ahora vuelve, acompañado de una palmada en el paquete -. Por cierto, por si no te acuerdas, me llamo Hugo.  Mañana seguro que vuelvo.

jueves, 26 de mayo de 2011

La espera .-

Alguien que conocí el otro día me contó que había leído en el periódico un par de artículos que le habían impactado; sobre todo por dos fragmentos que según esta persona, eran en sí literatura: en uno aparecía Hitchcock ante la mansión de “Psicosis”, y el otro trataba sobre el arquitecto Louis Kahn y su azarosa vida.  Me contó que había algo que unía esos dos espacios, pero no sabía que era.  A mí, buscando ese nexo se me ocurrió la siguiente historia:

La espera  .-

Levantó la cabeza pesadamente.  Como quien acaba de despertar de una pesadilla, la movió hacia los lados y se restregó incómodo los ojos.  “No puede ser, no me lo puedo creer, otra hora más de retraso. ¡¿Qué coño le pasa al puto avión que no llega nunca?!” se dijo levantándose del suelo.

La terminal de llegadas estaba casi vacía.  “Qué extraño” pensó.  A su derecha, una señora con mono amarillo no dejaba de limpiar uno de los escalones de subida a otra planta: pasaba la fregona y la volvía a pasar, una y otra vez por el mismo escalón, como si la canción que escuchara en su mp3 se repitiese lo mismo que su acción, como si no pudiese romper ese movimiento mecánico.  Las puertas no se abrían, nada en su interior parecía tener vida.  A su izquierda, sobre uno de esos incómodos bancos que pueblan los aeropuertos, se abandonaba al sueño un señor mayor.  “Seguro que espera el mismo avión”.  Se acercó hasta él y cogió un periódico que éste había dejado caer.  Directamente se fue a la hoja de los pasatiempos, que dobló para facilitar la escritura.

Se le daban bien los crucigramas.  Para la contabilidad financiera o el derecho civil, era malo, pero en los juegos era realmente bueno.  Comenzó la resolución sobre casillas blancas que pronto empezaron a llenarse de letras azules y alguna que otra tachadura.  Tras un tiempo le quedaban varias definiciones que se le atascaban, que le impedían completar el tablero.  Entre ellas:

Horizontales: 1.- Artífice de ironías y de inquietudes (9 letras)
5.- Miedo surrealista (8 letras)
Verticales: 9.- Filósofo de lo monumental (4 letras)
      3.- Acción de infringir la norma (12 letras)

“Llegada del vuelo”... “puerta 2”... Los altavoces le liberaron de esa tensión sin resolver.  Se acercó sin pausa hasta la barra que delimitaba las puertas de salida, y por la que ya empezaban a ser escupidos pasajeros ojerosos y cabizbajos, que resoplaban ante la pesadez de sus cargas.  Ahí estaba su hermana que sin ánimo ninguno le soltó dos besos y la maleta.  “Espera, espera un segundo, tengo que coger una cosa que se me olvidó” le replicó a ella mientras rápidamente volvía hasta el banco a recoger el periódico.  “A mí no hay crucigrama que se me resista”.

“Ostia, pero si ya está hecho”  Miró a ambos lados para cerciorarse de quién había podido completar las palabras que faltaban.  No había nadie, solo el vacío que de pronto empezaba a llenar la sala de espera, y la señora de amarillo que seguía firme en el mismo escalón.  Pero la verdad es que en letras rojas y recalcadas, estaban escritas las soluciones que antes no había encontrado:

Horizontales: 1.- Artífice de ironías y de inquietudes (9 letras) = HITCHCOCK
5.- Miedo surrealista (8 letras) = PSICOSIS
Verticales: 9.- Filósofo de lo monumental (4 letras) = KAHN
                  3.- Acción de infringir la norma (12 letras) = TRANSGRESIÓN

Y todas ellas tenían cabida y encajaban perfectamente.

miércoles, 4 de mayo de 2011

“S” cine .-

Aquel cine siempre olía mal, siempre estaba sucio.  Lo mejor era llegar tarde, cuando las luces ya estaban apagadas, y solo podías dejarte guiar por el fulgor de aquellas carnes en movimiento.  Era la única manera de no reparar en la butaca ocupada.
 
Y luego estaba ese guiño de complicidad que la vendedora de pañuelos de papel te hacía en la entrada: “Toma niño, para que te lo hagas con suavidad...”.  Que a mí sinceramente, no me hacía ninguna gracia.  Al contrario, me dejaba cortado y más temeroso todavía, con la marcada sensación de que estaba haciendo algo realmente pecaminoso.  Aún recuerdo el día que me dijo “Un día se lo voy a decir a tu madre”.  Se me quitaron las ganas de todo... hasta de ver la película.  Eran tiempos de represión silenciosa.

Cuando lo cerraron, no solo fue un tremendo choque para mí que veía frenados mis instintos de evasión febril, sino también para todo el barrio, que al contrario de lo esperado, se llenó de pervertidos sin rumbo.

lunes, 2 de mayo de 2011

Pura fibra .-

A mi vecina Teodora, la de la puerta C, le gusta comer carne cruda.  Y cuanto más fibrosa y dura de masticar, mejor.  Ella misma me lo dijo una vez que coincidimos en el mercado.  Es más, varias fueron las ocasiones en que la encontré saliendo del ascensor, aún con el filete en la mano y unas gotas de sangre corriendo por su barbilla.  Pedía disculpas rápidas tipo “no podía aguantar más el hambre”, y sin avergonzarse lo más mínimo seguía comiendo.  Yo callaba y agachaba la cabeza muerta de asco, mientras me hacía a un lado para que saliera.

Hace unos meses, con la excusa del azúcar, se me coló hasta el salón, tomó asiento y empezó a contarme que tenía ganas de probar cosas nuevas, nuevos sabores, nuevas texturas.  Por eso, cuando al poco tiempo desapareció la señora del tercero, lo primero que me vino a la cabeza fue la imagen de mi vecina de la puerta C, no sé por qué.  Todo el mundo comentaba, que seguramente no sería tal desaparición, sino más bien una de esas escapadas que hacen las viudas a casa de los hijos.  Pero cuando Teodora vino a pedirme prestado el cuchillo eléctrico, el de “sierra grande”, una chispa de terror sacudió mi cerebro y me hizo estremecer las rodillas.  Tuve hasta que sentarme.  Según ella, había comprado a muy buen precio, un gran centro de cerdo, muy fresco, “de esos que todavía tienen sangre entre las carnes”, y tenía que deshuesarlo.  Cuando se marchó a su casa, yo seguía temblando.  Llena de miedos y sospechas, y casi con lágrimas congeladas, cogí el teléfono y llamé a la policía.  No sé cómo siquiera articulé palabra, pero logré montar una denuncia coherente.

Hoy, mi vecina del portal C, supongo que sigue comiendo carne cruda, pero en la cárcel.  Mi aversión y desconfianza infantiles a la gente que le gusta la carne poco hecha, puso fin a sus festines entre el vecindario.  Ahora casi no puedo dormir, pienso en aquella nevera llena de sangre y vísceras, y el sueño se esfuma, igual que mis apetitos.

sábado, 30 de abril de 2011

Cartas inesperadas .-

En su obstinada búsqueda del capo Polinari, siempre ha seguido todos los cauces de la legalidad. Hasta ahora. La investigación, como no podía ser de otra manera, le ha conducido hasta Palermo, ciudad fetiche del requerido criminal. Acostumbrado a otros espacios, las callejas irregulares y estrechas que ahora recorre le parecen amenazantes, inseguras, como si un peligro viviese agazapado tras cada portal. Tras el mercado de frutas encuentra la dirección buscada: un edificio viejo y destartalado. La puerta de la calle abierta y las bombillas rotas de las escalera no auguran nada bueno. Por fin llega. Ahí está: tercero derecha. El miedo le atenaza y para evitarlo, aprieta con fuerza el fajo de cartas que lleva en el bolsillo. En estos dos últimos meses no ha dejado de leerlas ni un solo día. Sólo él sabe el efecto inesperado, instintivo y visceral que le han producido.

Cuando en comisaría apareció aquel paquete anónimo a su nombre, lo que menos esperaba encontrar en él eran las cartas que María Gabardi había escrito a su prometido Polinari durante el tiempo que estuvo encarcelado. En un primer afán inquisidor de información sobre el paradero del ahora evadido recluso, no dejó ninguna misiva sin estudiar. Pero más que información sobre robos, direcciones, compinches u otros objetivos mafiosos, lo que encontró fueron letras que denotaban un amor desgarrado y profundo. Cada frase, cada espacio, cada signo de admiración eran pasiones y deseos irrefrenables. De tanto leerlas, se terminó enamorando de esa mujer apasionada que vivía cada segundo como un impulso volcánico.

Tercero derecha. El timbre no funciona. Suena lejana una emisora de radio mal sintonizada. Empuja suave la puerta que se abre indefensa. María, parapetada en una bata de seda que no oculta su cuerpo desnudo, dormita en un sofá frío pobremente iluminado. El crujido de pasos la despierta.

-         Has tardado demasiado. ¿No supiste leer el remite correctamente o qué?. – Ataca brusca mientras se levanta y recompone su ropa.
-         Sí, pero antes tenía que apropiarme de tus palabras,  redirigirlas y hacerlas mías. Y ya estoy aquí; era lo que querías ¿no? – La agarra por la cintura y comienza a besarla. Los latidos violentos se corresponden, y las bocas se buscan sedientas.
-         Ahí tienes a “tu amigo” – señala ella hacia el baño cercano -. No veas lo que me ha costado seducirlo. A muerte. Él o yo. Jamás imaginé que tuviera tanta sangre ese maldito cabrón.

Él se acerca hasta el baño y sereno observa el macabro espectáculo. Cierra la puerta despacio con intención puntual de olvidarlo, y se dirige al dormitorio. Ella le espera sobre las sábanas de raso, desnuda, limpia de culpa. Su bata se desliza lentamente sobre la cama hasta que cae al suelo.

jueves, 7 de abril de 2011

Las señales .-

A veces, eran pequeñas huellas de su paso, las que encontraba entre mis libros, entre mi ropa, en alguna de las paredes.  Pero la definitiva señal de su llegada, de su entrada en mi vida, fue algo inesperado e ingenuo:  descubrí que el color de mi habitación había cambiado.  Del azul pálido, de niño siempre enfermo, las paredes habían pasado a ser de un verde intenso que recordaba la selva amazónica, y las historias de exploradores que me leía el abuelo.  Una sonrisa inesperada me recibió en el espejo.  Sin pensarlo dos veces conecté al enchufe la afeitadora electrónica de mi padre, y me quité ese incipiente bigote que me hacía una sombra ajena sobre el labio.  Ya en la cocina, las risas irónicas eran un todo agradable que hasta a mí mismo me sorprendía.

-         ¿Cómo está mi hombrecito hoy? – me acariciaba mi madre. – Anda dame un beso de buenos días... Uy, pero que beso más tierno y suave.
-         Anda bonito, dame a mí otro igual – mascullaba mi hermano, que siempre sería el mismo imbécil.

Volví a notar su presencia una vez llegado al instituto: los apuntes se me hicieron familiares, los ejercicios casi pasatiempos, y las hasta ahora aburridas clases de matemáticas y ciencias naturales, se me hacían interesantes.  Las ganas de participar, de preguntar, de saber, eran otras.  No sé cómo decirlo...  Era alucinante:  estaba ahí, y por primera vez en mucho tiempo, era consciente de mi existencia entre el resto de los alumnos.  Aún no tengo palabras para expresar el partido de baloncesto que me salió en la clase de gimnasia.  Rebosaba fuerza y vitalidad.  A partir de ahí, las nuevas actitudes y sus nuevas consecuencias se sucedían.

Creo que me siempre me acompañaba.  Uno de los momentos que más cerca noté su presencia fue cuando llevé a Rita al veterinario.  Tenía una enfermedad extraña que le afectaba al hígado.  Sufría mucho y lo mejor era sacrificarla.  Salí de la consulta totalmente compungido, quería llorar, tenía un nudo en la garganta que me ahogaba.  De pronto, una leve brisa me silbó en los ojos y removió mi pelo.  Noté como si una mano amiga apretase mi hombro.  No me volví ni mi asusté, sabía que era él, incluso Rita lo notó pues levantó las orejas y saltó de mis brazos.  Ahora brincaba a mi alrededor y ladraba alegremente.

“Qué suerte el día de la tormenta, pero que suerte tuviste.”  “Se te apareció el señor.”  “Ni un solo rasguño, increíble.”  Diferentes eran las visiones que las gentes tenían de aquel acontecimiento.  Cuando el cielo se abrió, y un torrente de agua y barro cayó sobre el pueblo, yo acompañaba a un grupo de amigos de paseo por la orilla del río.  El desbordamiento nos cogió más cerca que a nadie, había agua por todas partes, algunos de hecho desaparecieron con la riada.  Yo sin embargo, logré aferrarme a una torreta eléctrica y pude divisar todo el espectáculo que bajo mis pies se estaba produciendo.  Él estaba conmigo.  Recuerdo que mientras llovía, una tenue canción tintineaba en mis oídos:  “Tengo tu vida en mis manos, tranquilo mi dios, tranquilo”.

A las chicas les comenzó a gustar mi voz, querían escuchar mis historias, y las encandilaba mi mirada.  Estoy convencido que fue él quien me empujó y me abrió los ojos al sexo hasta entonces oculto bajo unos pantalones pasados de moda.  Mi primera cita fue con Silvia, la chica del quiosco, mayor que yo, tenía fama de experimentada.  Sin embargo, mis besos y caricias, totalmente espontáneas, no aprendidas, la volvieron loca de placer.  Aquella noche fue inolvidable.  Él me había enseñado a utilizar mi cuerpo, a dar placer y a saber recibir el mejor.  Desde entonces, las mujeres dejaron de ser una conquista difícil en  mi vida.

Terminé la carrera con matrícula.  Hice varios estudios de postgrado y viajé por casi toda Europa.  Me casé con la mujer más maravillosa del mundo que me ha dado dos hijos.  Ahora tengo a mi cargo toda una empresa con beneficios notables, un chalet y varios coches.  He conseguido todo lo que me proponía...  Gracias a él, estoy seguro.

Muchas veces, cuando leo mi diario, descubro que lo que empezaron siendo pequeñas señales, se han ido convirtiendo en socavones de mi vida.  Desde aquel día en que cambió el color de mi habitación, han pasado ya muchos años.  Hasta ahora no me ha pedido nada, y eso en el fondo, me da mucho miedo.  Me aferro a la vida, cuando sé que tengo un tope que se va acercando:  los cuarenta años que en su momento me parecieron tan lejanos, ya casi me alcanzan.  Él, siempre a mi lado, ha ido excavando mi alma, cada vez más fría.  No sé por qué sigo aún hablando de MI ALMA, cuando realmente dejó de ser mía, el mismo día que cambió el color de mi habitación, aquel día en que justo antes de acostarme firmé un pacto con él y se la vendí.

miércoles, 6 de abril de 2011

El mensaje del tiempo .-

Tras la muerte del deseo, entre ellos, ya solo mediaba un cariño inútil que les distanciaba en largas noches de soledad.  Decidida, hizo las maletas, y mientras éstas perdían el tiempo sobre una cama pulcramente deshecha, cogió papel y lápiz.  Sabía perfectamente que para él, aquellas palabras desesperadas no pasarían de ser más que una triste despedida.  Apoyó el mensaje sobre el vaso que en la mesita acogía cada noche su dentadura, y salió al pasillo, ahora tan oscuro y angosto como el empuje solitario que la llevaba a actuar así.

Cuando él volvió de dar su paseo diario de obras y edificios en construcción, se percató rápidamente de la ausencia.  No olía su piel, su sudor, su movimiento.  No oía el crepitar de los fogones, ni el ruido de fondo del noticiero.  En silencio fue hasta la habitación y descubrió el armario vacío de sus vestidos, los cajones tristes de su ropa interior, y el mensaje que no se atrevió a tocar.  Echó la llave y la guardo en el bolsillo.  Nunca más volvió a entrar en aquel dormitorio.

Con los días, con los meses, el polvo se encargó de ocupar todos los rincones, repartiéndose por la habitación y dibujando sus formas.  Destacaban más que nunca los libros sobre una coqueta desconchada, la lámpara de papel diferente o el cuadro de flores marchitas.  Una piedra traicionera, quien sabe desde qué manos lanzada, rompió el cristal izquierdo de la ventana y fue a golpear el vaso de agua, que acabó en el suelo roto en mil pedazos.  El agua se derramó en miles de lágrimas prohibidas y mojó aquel mensaje desesperado, terminando de difuminar lo poco que el olvido del tiempo había sabido respetar.  Qué triste: nunca unas palabras sirvieron para tan poco.

martes, 29 de marzo de 2011

Carta de amor amargo .-

Porcuna, 29 de mayo de 1938

Querido Benito,

Espero que a la llegada de ésta te encuentres bien, nosotros todos bien gracias a Dios.  Benito de mi alma, no dejo de rezar por ti, para que no te pase nada.  Que si una bala se pierde, que no te dé a ti; pero que tampoco le dé a nadie, que bastantes muertos hemos tenido ya.  Desde que te llevaron para Madrid no hago más que llorar y llorar.  Ya sé que lo tuyo es más duro, que bastantes miedos y penares tienes tú ya que tener estando en el frente, pero es que nos acordamos mucho de ti hombre mío.  La Petra se está portando muy bien con nosotros, pues además de escribirme las cartas, me ha buscado un trabajo de planchadora por horas en casa de don Salvador, el médico.  Ojalá tú también encuentres un alma buena entre los de tu regimiento que te sepa leer mis cartas, porque sino andamos apañados. 

Cada vez que subo a la plaza de abastos, que son pocas, me paso a escondidas por la iglesia de Jesús y le pongo una velica a Santa Gema para que mire por ti, para que alumbre tu camino.  Espero que me escuche, pues es la única imagen que ha quedado entera.  Esta guerra no respeta ni a los santos.  Ay Benito de mi corazón lo que te echo de menos.  El otro día al salir de la iglesia me encontré con Faustino, el rojo, y no va y me dice el muy mameluco que los republicanos no rezan, y que si me pilla otra vez en las mismas, que me atenga a las consecuencias.  Pero yo le dije que ya no me dan miedo los del sindicato, que yo rezo por mi familia, por mis hijos y por mi marido.... Y de pronto, se me hizo un nudo y empecé a llorar como una tonta, que se me caían dos mocos como puños... Y ya no me salió más nada, pero lo justo que tenía que decir se lo dije.

Benito, aunque yo te cuente estas cosas, tú no sufras por nosotros que sabes que yo me apaño muy bien, y que según me ha dicho don Salvador, mientras esté en su casa trabajando, comida no nos va a faltar.  Su mujer todos los días me da una almorzada de patatas.  Es muy buena.  El otro día le tuve que llevar a la Purita a consulta, pues se me había puesto muy malica: estaba encendida en fiebre y no paraba de vomitar.  El médico me dijo que tenía empacho de almortas, así que me ordenó que no comiera más y que le diera un jarabe para la barriga.  Todavía no está bien del todo, pero ya va mejorando.

El que se nos está haciendo fuerte como un roble es el Emilio.  Para tener solo cinco añicos, está tan fuerte y guapo, como su padre.  Cada día que amanece pregunta por ti, y reclama que le tienes que traer una escopeta, que él también quiere pegar tiros.  Que lástima...  El chiquito parece vivir en otro mundo, solo quiere jugar.  A veces, cuando no me quito tu recuerdo de la cabeza, lo abrazo con todas mis fuerzas, y me imagino que eres tú a quien abrazo.  Entonces el niño se me queda mirando en silencio, como extrañado.  Es que nuestro hijo está sacando tu misma cara, el mismo hoyo en la barbilla, el mismo remolino indomable en la coronilla.  Yo diría que hasta va a ser más guapo que tú, y mira que eso ya es difícil.  La Consuelo, la del portal de abajo, me dice algunas veces que con lo fea que yo soy, cómo me casé con un hombre tan guapo, y cómo hemos tenido tres hijos tan garranpones.  Yo le digo que gracias a ti, que es por mi Benito, que todo en ti es belleza, por dentro y por fuera.

Y de la Amparito, qué te voy a contar, si a la chiquita ni siquiera la has conocido todavía.  Te arrancaron de mí dos semanas antes de que naciera, y si por mí fuera, ahora mismo me cogía la burra y me iba a buscarte para enseñártela, para que la besuquearas como yo lo hago.  Ayer fui a la casa del fotógrafo para ver por cuánto me salía una foto que te pudiera enviar, pero tal y como están las cosas, no podemos permitírnosla, si acaso más adelante.  Te diré que tu hija se parece mucho a su hermana, aunque bastante más delgada.  Acuérdate que la Purita se nos crió muy hermosa, como un lechón, pero ésta no se está criando igual.  Yo creo que es por la teta, que es lo único que le puedo dar.  Pero mi leche, por lo que se ve, ya no da para mucho.  Esta vida de penurias, me está vaciando hasta los pechos.  Ya no son lo que eran.  ¿Te acuerdas cuando nos conocimos y aprovechabas cualquier descuido para rozarme?.  Ay Benito, cuanto añoro esas caricias tuyas.

Hay noches que sueño contigo, y te tengo tan presente, que parece nos hemos estado comiendo a besos.  Me levanto soliviantada y ya no doy pie con bola en toda la mañana.  Tu cara la tengo delante a cada minuto, y ya lo mismo plancho torcida la raya de un pantalón, como que se me olvida almidonar las camisas del doctor.  Entonces saco tu foto que llevo siempre en el bolsillo del refajo, y la beso una, dos, y hasta diez veces.  Y maldigo esta guerra tan cruel que nos ha separado.  Con lo que nosotros nos queremos...

Contéstame pronto por favor, y dime que estás bien porque si no me voy a volver loca de tanto pensar.  Y si no encuentras a nadie que te escriba la carta, me haces dibujos, pero que yo sepa que estás vivo y que te acuerdas de nosotros. 

Benito mío, no puedo seguir contándote nada más pues la Petra me dice que no quiere que la pille la noche yendo para su casa.  Que hoy en día la oscuridad es amiga del daño, y que aunque vivamos en un pueblo, ya no se fía de nadie.

Recibe muchos besos y abrazos de estos que te quieren más que nadie: tu mujer y tus hijos.

Esta que lo es, la mujer que te espera.

Catalina.

sábado, 26 de marzo de 2011

El oído .-

El traqueteo de la furgoneta le sumió en un profundo sueño.  Los recuerdos sufridos bombardeaban su mente sin poder evitarlo.  Aquellos terribles momentos, todavía cercanos, se aglutinaban, convirtiendo ese ligero trastorno temporal en una desesperante pesadilla. 

Andaba por una selva infestada de bufidos y otros chillidos extraños para él.  El mínimo chasquido de una rama seca se convertía en un arrebato terrorífico.  Llevaba horas perdido, buscando a su amada, también perdida, desaparecida, secuestrada... quién sabe qué.  Subía a los árboles, colmados de frondosidad y alborotadores animales.  Escudriñaba tras los gruesos troncos, que intentaba evitar en un zigzagueo continuo.  No aparecía por ningún lado, ni aún siquiera en aquellas oquedades de hojas, que al pisarlas explosionaban en suspiros de humo negro y maloliente.  Las manos comenzaron a sangrarle en un goteo insistente que aporreaba su pecho de angustia.  Atento a cualquier ronroneo, cualquier respiro entrecortado que le permitiese localizarla, no se percató del extravío febril en que estaba cayendo.  Ahora ya todo le intimidaba y le producía sobresaltos inesperados: el repiqueteo continuo de cualquier ave, el resoplido de una alimaña, el rugido lejano de un monstruo desconocido, incluso el crujido suave de las hojas llevadas por el viento.  No lograba encontrarla.  Las gotas de sudor se mezclaban con lágrimas, que fatales brotaban una y otra vez.

Cuando la policía le golpeó en el hombro, despertó.  Habían llegado a la jefatura.  Ahora tendría que rememorar concienzudamente todo lo ocurrido.  Por qué, cuando les encontraron en aquel claro del bosque, tras varios días sin saber nada de su paradero, él estaba como enloquecido y ella muerta.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Un largo paseo .-

Salgo de casa.  Aliada con mi tristeza, la tarde lluviosa me acompaña.  Me gustan los días así:
-         Tormenta y paraguas negros empujados por el viento.
-         Gente corriendo, gabardinas, charcos.
-         Escaparates que poder mirar, libros que no he leído, ropas caras que no puedo pagar, botas de goma.
-         Un reloj de pared, el canal de desagüe de un tejado, una gotera.
-         Un perro flaco perdido, bicicletas paradas junto al puente, el río que se moja, gorriones que se bañan.

Decido salir del pueblo.  Me dirijo hacia Zull, y siguiendo las señales, cojo la calzada que se inicia a mi derecha.  La lluvia ha cesado, y aunque mi chubasquero es bueno, creo que se ha calado un poco.  Me lo quito y lo doblo bajo el brazo.  Empieza el camino:
-         Tierra rojiza, mucho barro y agua estancada.
-         Flores húmedas, hierbas y matojos.
-         Algodón, garbanzos, trigo.
-         Una flecha de madera que indica a la izquierda: “Villa Müller”.
-         Almendros, robles, algún castaño de indias.
-         Una antigua caseta, hierbas que crecen sin control, paredes deshabitadas.
-         Un coche fúnebre vacío, un muro resquebrajado por el tiempo.
-         Una cruz de piedra, un jarrón con flores, una lápida de mármol en la que puede leerse: “María 1945. Luchaste por todos aquellos que ya habían caído. Libertad era tu lema, tu mano firme. Y para mí la soledad.” “Martín 1947. El dolor me hace seguir tus pasos.”

Me detengo en un nuevo cruce.  Saco una manzana de la mochila y parsimonioso comienzo a mordisquearla.  Realmente no tengo mucho hambre.  Miro al cielo que no deja de amenazar nuevos aguaceros.  El camino de la derecha es el que debo seguir:
-         Una nueva señal “Zull 5 km”.
-         Una bandada de cuervos, y un árbol quemado por el rayo.
-         Un chaval en bicicleta: “Adiós. Buenos días”.
-         Unos tubos metálicos.  Y a lo lejos una estación abandonada.
-         Un estrechamiento, un puente, un pequeño riachuelo.  “Arroyo Salt” en un cartel de madera.
-         El croar de las ranas.
-         Un montón de escombros, basura y algunas ratas.
-         Tierra baldía, piedras, jaramagos y amapolas aún mojadas.
-         A la derecha una casa de campo abandonada:
o     Una cancela rota.
o     Un banco de piedra y un pileta llena de agua.
o     Unos rosales resecos, muros derruidos, una lechuza.
o     Un viejo libro destrozado por el agua y el tiempo. No tiene pastas, le faltan las primeras hojas. En una de ellas todavía pueden leerse claramente algunas líneas: “(...) el hombre es objeto de deseos incalculables; si le arrebatásemos tal pluralidad, si lo serenásemos, si lo satisficiésemos del todo, el hombre dejaría de existir. Es la inquietud de su corazón, lo que lo distingue del resto de los animales. (...)”

Vuelvo a la calzada.  Un triste rayo de sol y una ligera brisa me acompañan:
-         Tres eucaliptos, huellas de perdiz, huellas de perro.
-         Sangre fresca y plumas desperdigadas entre la tierra removida.
-         Una cartón de leche uperisada: “Leche Boll la mejor de la comarca”.
-         Cinco campanadas suenan cercanas.
-         Murmullo de coches.
-         Un par de higueras malolientes, desagües saturados y aceras asfaltadas.
-         “Municipio de Zull” en letras grandes.
-         Mujeres con la compra, niños que juegan, hombres que vuelven.
-         Unos pinos, una fuente, un banco de madera.

Me siento y comienzo a masajear mis rodillas ya poco acostumbradas a tanto ajetreo.  Abro de nuevo la mochila, pesada y bastante vieja:
-         Un reloj sin correa, un pañuelo verde y un par de postales.  Todavía queda una manzana.
-         Una piedra, una concha de mar y la cartera.
-         Unas gafas de sol rotas, un viejo periódico y un libro con mi nombre en el lomo.  Se titula “Momentos”.  Primera página y en letra de imprenta: “A Laura, la que pudo ser y no fue”. Y en la segunda página: “La perspectiva del tiempo nos permite escribir con mayúsculas aquellos momentos que nos marcaron, que fueron decisivos en nuestra vida.  Estos son los míos”.