sábado, 30 de abril de 2011

Cartas inesperadas .-

En su obstinada búsqueda del capo Polinari, siempre ha seguido todos los cauces de la legalidad. Hasta ahora. La investigación, como no podía ser de otra manera, le ha conducido hasta Palermo, ciudad fetiche del requerido criminal. Acostumbrado a otros espacios, las callejas irregulares y estrechas que ahora recorre le parecen amenazantes, inseguras, como si un peligro viviese agazapado tras cada portal. Tras el mercado de frutas encuentra la dirección buscada: un edificio viejo y destartalado. La puerta de la calle abierta y las bombillas rotas de las escalera no auguran nada bueno. Por fin llega. Ahí está: tercero derecha. El miedo le atenaza y para evitarlo, aprieta con fuerza el fajo de cartas que lleva en el bolsillo. En estos dos últimos meses no ha dejado de leerlas ni un solo día. Sólo él sabe el efecto inesperado, instintivo y visceral que le han producido.

Cuando en comisaría apareció aquel paquete anónimo a su nombre, lo que menos esperaba encontrar en él eran las cartas que María Gabardi había escrito a su prometido Polinari durante el tiempo que estuvo encarcelado. En un primer afán inquisidor de información sobre el paradero del ahora evadido recluso, no dejó ninguna misiva sin estudiar. Pero más que información sobre robos, direcciones, compinches u otros objetivos mafiosos, lo que encontró fueron letras que denotaban un amor desgarrado y profundo. Cada frase, cada espacio, cada signo de admiración eran pasiones y deseos irrefrenables. De tanto leerlas, se terminó enamorando de esa mujer apasionada que vivía cada segundo como un impulso volcánico.

Tercero derecha. El timbre no funciona. Suena lejana una emisora de radio mal sintonizada. Empuja suave la puerta que se abre indefensa. María, parapetada en una bata de seda que no oculta su cuerpo desnudo, dormita en un sofá frío pobremente iluminado. El crujido de pasos la despierta.

-         Has tardado demasiado. ¿No supiste leer el remite correctamente o qué?. – Ataca brusca mientras se levanta y recompone su ropa.
-         Sí, pero antes tenía que apropiarme de tus palabras,  redirigirlas y hacerlas mías. Y ya estoy aquí; era lo que querías ¿no? – La agarra por la cintura y comienza a besarla. Los latidos violentos se corresponden, y las bocas se buscan sedientas.
-         Ahí tienes a “tu amigo” – señala ella hacia el baño cercano -. No veas lo que me ha costado seducirlo. A muerte. Él o yo. Jamás imaginé que tuviera tanta sangre ese maldito cabrón.

Él se acerca hasta el baño y sereno observa el macabro espectáculo. Cierra la puerta despacio con intención puntual de olvidarlo, y se dirige al dormitorio. Ella le espera sobre las sábanas de raso, desnuda, limpia de culpa. Su bata se desliza lentamente sobre la cama hasta que cae al suelo.

jueves, 7 de abril de 2011

Las señales .-

A veces, eran pequeñas huellas de su paso, las que encontraba entre mis libros, entre mi ropa, en alguna de las paredes.  Pero la definitiva señal de su llegada, de su entrada en mi vida, fue algo inesperado e ingenuo:  descubrí que el color de mi habitación había cambiado.  Del azul pálido, de niño siempre enfermo, las paredes habían pasado a ser de un verde intenso que recordaba la selva amazónica, y las historias de exploradores que me leía el abuelo.  Una sonrisa inesperada me recibió en el espejo.  Sin pensarlo dos veces conecté al enchufe la afeitadora electrónica de mi padre, y me quité ese incipiente bigote que me hacía una sombra ajena sobre el labio.  Ya en la cocina, las risas irónicas eran un todo agradable que hasta a mí mismo me sorprendía.

-         ¿Cómo está mi hombrecito hoy? – me acariciaba mi madre. – Anda dame un beso de buenos días... Uy, pero que beso más tierno y suave.
-         Anda bonito, dame a mí otro igual – mascullaba mi hermano, que siempre sería el mismo imbécil.

Volví a notar su presencia una vez llegado al instituto: los apuntes se me hicieron familiares, los ejercicios casi pasatiempos, y las hasta ahora aburridas clases de matemáticas y ciencias naturales, se me hacían interesantes.  Las ganas de participar, de preguntar, de saber, eran otras.  No sé cómo decirlo...  Era alucinante:  estaba ahí, y por primera vez en mucho tiempo, era consciente de mi existencia entre el resto de los alumnos.  Aún no tengo palabras para expresar el partido de baloncesto que me salió en la clase de gimnasia.  Rebosaba fuerza y vitalidad.  A partir de ahí, las nuevas actitudes y sus nuevas consecuencias se sucedían.

Creo que me siempre me acompañaba.  Uno de los momentos que más cerca noté su presencia fue cuando llevé a Rita al veterinario.  Tenía una enfermedad extraña que le afectaba al hígado.  Sufría mucho y lo mejor era sacrificarla.  Salí de la consulta totalmente compungido, quería llorar, tenía un nudo en la garganta que me ahogaba.  De pronto, una leve brisa me silbó en los ojos y removió mi pelo.  Noté como si una mano amiga apretase mi hombro.  No me volví ni mi asusté, sabía que era él, incluso Rita lo notó pues levantó las orejas y saltó de mis brazos.  Ahora brincaba a mi alrededor y ladraba alegremente.

“Qué suerte el día de la tormenta, pero que suerte tuviste.”  “Se te apareció el señor.”  “Ni un solo rasguño, increíble.”  Diferentes eran las visiones que las gentes tenían de aquel acontecimiento.  Cuando el cielo se abrió, y un torrente de agua y barro cayó sobre el pueblo, yo acompañaba a un grupo de amigos de paseo por la orilla del río.  El desbordamiento nos cogió más cerca que a nadie, había agua por todas partes, algunos de hecho desaparecieron con la riada.  Yo sin embargo, logré aferrarme a una torreta eléctrica y pude divisar todo el espectáculo que bajo mis pies se estaba produciendo.  Él estaba conmigo.  Recuerdo que mientras llovía, una tenue canción tintineaba en mis oídos:  “Tengo tu vida en mis manos, tranquilo mi dios, tranquilo”.

A las chicas les comenzó a gustar mi voz, querían escuchar mis historias, y las encandilaba mi mirada.  Estoy convencido que fue él quien me empujó y me abrió los ojos al sexo hasta entonces oculto bajo unos pantalones pasados de moda.  Mi primera cita fue con Silvia, la chica del quiosco, mayor que yo, tenía fama de experimentada.  Sin embargo, mis besos y caricias, totalmente espontáneas, no aprendidas, la volvieron loca de placer.  Aquella noche fue inolvidable.  Él me había enseñado a utilizar mi cuerpo, a dar placer y a saber recibir el mejor.  Desde entonces, las mujeres dejaron de ser una conquista difícil en  mi vida.

Terminé la carrera con matrícula.  Hice varios estudios de postgrado y viajé por casi toda Europa.  Me casé con la mujer más maravillosa del mundo que me ha dado dos hijos.  Ahora tengo a mi cargo toda una empresa con beneficios notables, un chalet y varios coches.  He conseguido todo lo que me proponía...  Gracias a él, estoy seguro.

Muchas veces, cuando leo mi diario, descubro que lo que empezaron siendo pequeñas señales, se han ido convirtiendo en socavones de mi vida.  Desde aquel día en que cambió el color de mi habitación, han pasado ya muchos años.  Hasta ahora no me ha pedido nada, y eso en el fondo, me da mucho miedo.  Me aferro a la vida, cuando sé que tengo un tope que se va acercando:  los cuarenta años que en su momento me parecieron tan lejanos, ya casi me alcanzan.  Él, siempre a mi lado, ha ido excavando mi alma, cada vez más fría.  No sé por qué sigo aún hablando de MI ALMA, cuando realmente dejó de ser mía, el mismo día que cambió el color de mi habitación, aquel día en que justo antes de acostarme firmé un pacto con él y se la vendí.

miércoles, 6 de abril de 2011

El mensaje del tiempo .-

Tras la muerte del deseo, entre ellos, ya solo mediaba un cariño inútil que les distanciaba en largas noches de soledad.  Decidida, hizo las maletas, y mientras éstas perdían el tiempo sobre una cama pulcramente deshecha, cogió papel y lápiz.  Sabía perfectamente que para él, aquellas palabras desesperadas no pasarían de ser más que una triste despedida.  Apoyó el mensaje sobre el vaso que en la mesita acogía cada noche su dentadura, y salió al pasillo, ahora tan oscuro y angosto como el empuje solitario que la llevaba a actuar así.

Cuando él volvió de dar su paseo diario de obras y edificios en construcción, se percató rápidamente de la ausencia.  No olía su piel, su sudor, su movimiento.  No oía el crepitar de los fogones, ni el ruido de fondo del noticiero.  En silencio fue hasta la habitación y descubrió el armario vacío de sus vestidos, los cajones tristes de su ropa interior, y el mensaje que no se atrevió a tocar.  Echó la llave y la guardo en el bolsillo.  Nunca más volvió a entrar en aquel dormitorio.

Con los días, con los meses, el polvo se encargó de ocupar todos los rincones, repartiéndose por la habitación y dibujando sus formas.  Destacaban más que nunca los libros sobre una coqueta desconchada, la lámpara de papel diferente o el cuadro de flores marchitas.  Una piedra traicionera, quien sabe desde qué manos lanzada, rompió el cristal izquierdo de la ventana y fue a golpear el vaso de agua, que acabó en el suelo roto en mil pedazos.  El agua se derramó en miles de lágrimas prohibidas y mojó aquel mensaje desesperado, terminando de difuminar lo poco que el olvido del tiempo había sabido respetar.  Qué triste: nunca unas palabras sirvieron para tan poco.