martes, 29 de marzo de 2011

Carta de amor amargo .-

Porcuna, 29 de mayo de 1938

Querido Benito,

Espero que a la llegada de ésta te encuentres bien, nosotros todos bien gracias a Dios.  Benito de mi alma, no dejo de rezar por ti, para que no te pase nada.  Que si una bala se pierde, que no te dé a ti; pero que tampoco le dé a nadie, que bastantes muertos hemos tenido ya.  Desde que te llevaron para Madrid no hago más que llorar y llorar.  Ya sé que lo tuyo es más duro, que bastantes miedos y penares tienes tú ya que tener estando en el frente, pero es que nos acordamos mucho de ti hombre mío.  La Petra se está portando muy bien con nosotros, pues además de escribirme las cartas, me ha buscado un trabajo de planchadora por horas en casa de don Salvador, el médico.  Ojalá tú también encuentres un alma buena entre los de tu regimiento que te sepa leer mis cartas, porque sino andamos apañados. 

Cada vez que subo a la plaza de abastos, que son pocas, me paso a escondidas por la iglesia de Jesús y le pongo una velica a Santa Gema para que mire por ti, para que alumbre tu camino.  Espero que me escuche, pues es la única imagen que ha quedado entera.  Esta guerra no respeta ni a los santos.  Ay Benito de mi corazón lo que te echo de menos.  El otro día al salir de la iglesia me encontré con Faustino, el rojo, y no va y me dice el muy mameluco que los republicanos no rezan, y que si me pilla otra vez en las mismas, que me atenga a las consecuencias.  Pero yo le dije que ya no me dan miedo los del sindicato, que yo rezo por mi familia, por mis hijos y por mi marido.... Y de pronto, se me hizo un nudo y empecé a llorar como una tonta, que se me caían dos mocos como puños... Y ya no me salió más nada, pero lo justo que tenía que decir se lo dije.

Benito, aunque yo te cuente estas cosas, tú no sufras por nosotros que sabes que yo me apaño muy bien, y que según me ha dicho don Salvador, mientras esté en su casa trabajando, comida no nos va a faltar.  Su mujer todos los días me da una almorzada de patatas.  Es muy buena.  El otro día le tuve que llevar a la Purita a consulta, pues se me había puesto muy malica: estaba encendida en fiebre y no paraba de vomitar.  El médico me dijo que tenía empacho de almortas, así que me ordenó que no comiera más y que le diera un jarabe para la barriga.  Todavía no está bien del todo, pero ya va mejorando.

El que se nos está haciendo fuerte como un roble es el Emilio.  Para tener solo cinco añicos, está tan fuerte y guapo, como su padre.  Cada día que amanece pregunta por ti, y reclama que le tienes que traer una escopeta, que él también quiere pegar tiros.  Que lástima...  El chiquito parece vivir en otro mundo, solo quiere jugar.  A veces, cuando no me quito tu recuerdo de la cabeza, lo abrazo con todas mis fuerzas, y me imagino que eres tú a quien abrazo.  Entonces el niño se me queda mirando en silencio, como extrañado.  Es que nuestro hijo está sacando tu misma cara, el mismo hoyo en la barbilla, el mismo remolino indomable en la coronilla.  Yo diría que hasta va a ser más guapo que tú, y mira que eso ya es difícil.  La Consuelo, la del portal de abajo, me dice algunas veces que con lo fea que yo soy, cómo me casé con un hombre tan guapo, y cómo hemos tenido tres hijos tan garranpones.  Yo le digo que gracias a ti, que es por mi Benito, que todo en ti es belleza, por dentro y por fuera.

Y de la Amparito, qué te voy a contar, si a la chiquita ni siquiera la has conocido todavía.  Te arrancaron de mí dos semanas antes de que naciera, y si por mí fuera, ahora mismo me cogía la burra y me iba a buscarte para enseñártela, para que la besuquearas como yo lo hago.  Ayer fui a la casa del fotógrafo para ver por cuánto me salía una foto que te pudiera enviar, pero tal y como están las cosas, no podemos permitírnosla, si acaso más adelante.  Te diré que tu hija se parece mucho a su hermana, aunque bastante más delgada.  Acuérdate que la Purita se nos crió muy hermosa, como un lechón, pero ésta no se está criando igual.  Yo creo que es por la teta, que es lo único que le puedo dar.  Pero mi leche, por lo que se ve, ya no da para mucho.  Esta vida de penurias, me está vaciando hasta los pechos.  Ya no son lo que eran.  ¿Te acuerdas cuando nos conocimos y aprovechabas cualquier descuido para rozarme?.  Ay Benito, cuanto añoro esas caricias tuyas.

Hay noches que sueño contigo, y te tengo tan presente, que parece nos hemos estado comiendo a besos.  Me levanto soliviantada y ya no doy pie con bola en toda la mañana.  Tu cara la tengo delante a cada minuto, y ya lo mismo plancho torcida la raya de un pantalón, como que se me olvida almidonar las camisas del doctor.  Entonces saco tu foto que llevo siempre en el bolsillo del refajo, y la beso una, dos, y hasta diez veces.  Y maldigo esta guerra tan cruel que nos ha separado.  Con lo que nosotros nos queremos...

Contéstame pronto por favor, y dime que estás bien porque si no me voy a volver loca de tanto pensar.  Y si no encuentras a nadie que te escriba la carta, me haces dibujos, pero que yo sepa que estás vivo y que te acuerdas de nosotros. 

Benito mío, no puedo seguir contándote nada más pues la Petra me dice que no quiere que la pille la noche yendo para su casa.  Que hoy en día la oscuridad es amiga del daño, y que aunque vivamos en un pueblo, ya no se fía de nadie.

Recibe muchos besos y abrazos de estos que te quieren más que nadie: tu mujer y tus hijos.

Esta que lo es, la mujer que te espera.

Catalina.

sábado, 26 de marzo de 2011

El oído .-

El traqueteo de la furgoneta le sumió en un profundo sueño.  Los recuerdos sufridos bombardeaban su mente sin poder evitarlo.  Aquellos terribles momentos, todavía cercanos, se aglutinaban, convirtiendo ese ligero trastorno temporal en una desesperante pesadilla. 

Andaba por una selva infestada de bufidos y otros chillidos extraños para él.  El mínimo chasquido de una rama seca se convertía en un arrebato terrorífico.  Llevaba horas perdido, buscando a su amada, también perdida, desaparecida, secuestrada... quién sabe qué.  Subía a los árboles, colmados de frondosidad y alborotadores animales.  Escudriñaba tras los gruesos troncos, que intentaba evitar en un zigzagueo continuo.  No aparecía por ningún lado, ni aún siquiera en aquellas oquedades de hojas, que al pisarlas explosionaban en suspiros de humo negro y maloliente.  Las manos comenzaron a sangrarle en un goteo insistente que aporreaba su pecho de angustia.  Atento a cualquier ronroneo, cualquier respiro entrecortado que le permitiese localizarla, no se percató del extravío febril en que estaba cayendo.  Ahora ya todo le intimidaba y le producía sobresaltos inesperados: el repiqueteo continuo de cualquier ave, el resoplido de una alimaña, el rugido lejano de un monstruo desconocido, incluso el crujido suave de las hojas llevadas por el viento.  No lograba encontrarla.  Las gotas de sudor se mezclaban con lágrimas, que fatales brotaban una y otra vez.

Cuando la policía le golpeó en el hombro, despertó.  Habían llegado a la jefatura.  Ahora tendría que rememorar concienzudamente todo lo ocurrido.  Por qué, cuando les encontraron en aquel claro del bosque, tras varios días sin saber nada de su paradero, él estaba como enloquecido y ella muerta.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Un largo paseo .-

Salgo de casa.  Aliada con mi tristeza, la tarde lluviosa me acompaña.  Me gustan los días así:
-         Tormenta y paraguas negros empujados por el viento.
-         Gente corriendo, gabardinas, charcos.
-         Escaparates que poder mirar, libros que no he leído, ropas caras que no puedo pagar, botas de goma.
-         Un reloj de pared, el canal de desagüe de un tejado, una gotera.
-         Un perro flaco perdido, bicicletas paradas junto al puente, el río que se moja, gorriones que se bañan.

Decido salir del pueblo.  Me dirijo hacia Zull, y siguiendo las señales, cojo la calzada que se inicia a mi derecha.  La lluvia ha cesado, y aunque mi chubasquero es bueno, creo que se ha calado un poco.  Me lo quito y lo doblo bajo el brazo.  Empieza el camino:
-         Tierra rojiza, mucho barro y agua estancada.
-         Flores húmedas, hierbas y matojos.
-         Algodón, garbanzos, trigo.
-         Una flecha de madera que indica a la izquierda: “Villa Müller”.
-         Almendros, robles, algún castaño de indias.
-         Una antigua caseta, hierbas que crecen sin control, paredes deshabitadas.
-         Un coche fúnebre vacío, un muro resquebrajado por el tiempo.
-         Una cruz de piedra, un jarrón con flores, una lápida de mármol en la que puede leerse: “María 1945. Luchaste por todos aquellos que ya habían caído. Libertad era tu lema, tu mano firme. Y para mí la soledad.” “Martín 1947. El dolor me hace seguir tus pasos.”

Me detengo en un nuevo cruce.  Saco una manzana de la mochila y parsimonioso comienzo a mordisquearla.  Realmente no tengo mucho hambre.  Miro al cielo que no deja de amenazar nuevos aguaceros.  El camino de la derecha es el que debo seguir:
-         Una nueva señal “Zull 5 km”.
-         Una bandada de cuervos, y un árbol quemado por el rayo.
-         Un chaval en bicicleta: “Adiós. Buenos días”.
-         Unos tubos metálicos.  Y a lo lejos una estación abandonada.
-         Un estrechamiento, un puente, un pequeño riachuelo.  “Arroyo Salt” en un cartel de madera.
-         El croar de las ranas.
-         Un montón de escombros, basura y algunas ratas.
-         Tierra baldía, piedras, jaramagos y amapolas aún mojadas.
-         A la derecha una casa de campo abandonada:
o     Una cancela rota.
o     Un banco de piedra y un pileta llena de agua.
o     Unos rosales resecos, muros derruidos, una lechuza.
o     Un viejo libro destrozado por el agua y el tiempo. No tiene pastas, le faltan las primeras hojas. En una de ellas todavía pueden leerse claramente algunas líneas: “(...) el hombre es objeto de deseos incalculables; si le arrebatásemos tal pluralidad, si lo serenásemos, si lo satisficiésemos del todo, el hombre dejaría de existir. Es la inquietud de su corazón, lo que lo distingue del resto de los animales. (...)”

Vuelvo a la calzada.  Un triste rayo de sol y una ligera brisa me acompañan:
-         Tres eucaliptos, huellas de perdiz, huellas de perro.
-         Sangre fresca y plumas desperdigadas entre la tierra removida.
-         Una cartón de leche uperisada: “Leche Boll la mejor de la comarca”.
-         Cinco campanadas suenan cercanas.
-         Murmullo de coches.
-         Un par de higueras malolientes, desagües saturados y aceras asfaltadas.
-         “Municipio de Zull” en letras grandes.
-         Mujeres con la compra, niños que juegan, hombres que vuelven.
-         Unos pinos, una fuente, un banco de madera.

Me siento y comienzo a masajear mis rodillas ya poco acostumbradas a tanto ajetreo.  Abro de nuevo la mochila, pesada y bastante vieja:
-         Un reloj sin correa, un pañuelo verde y un par de postales.  Todavía queda una manzana.
-         Una piedra, una concha de mar y la cartera.
-         Unas gafas de sol rotas, un viejo periódico y un libro con mi nombre en el lomo.  Se titula “Momentos”.  Primera página y en letra de imprenta: “A Laura, la que pudo ser y no fue”. Y en la segunda página: “La perspectiva del tiempo nos permite escribir con mayúsculas aquellos momentos que nos marcaron, que fueron decisivos en nuestra vida.  Estos son los míos”.

jueves, 17 de marzo de 2011

Desnuda ante el espejo .-

Cuando Azucena pidió alojamiento temporal a María, era porque acababa de romper con su novio.  Realmente esa era la razón por la que no tenía donde ir.  La última discusión, con bofetada incluida, le había permitido ver las cosas mucho más claras:  “¡A la mierda Víctor! ¡Me voy ahora mismo! Prefiero dormir en la calle, a compartir un segundo más el aire podrido que respiras”.

María, su compañera de facultad antes que dejara la carrera, la encontró ese mismo día en el descansillo de su casa, con una maleta, una mochila, una lámpara de mesa y un regimiento de lágrimas en las mejillas:  “Solo serán unos días... ¡Es un hijo de puta!...  No puedo volver a casa...  ¡Menudo cerdo!... Mis padres no entenderían nada...  ¡Pero que pedazo de cabrón!...  Cuando encuentre un piso asequible te juro que me marcho...  ¡Ay... Es que...  Es que es...!  Por favor”.  Azucena terminó instalándose en el sofá cama del salón.  El equipaje sin deshacer fue abandonado bajo la mesa del rincón, la lámpara junto al televisor.
 
Los días transcurrieron rápidos, o al menos eso es lo que ella pretendía.  No quería pensar.  No merecía la pena dedicarle un minuto de su tiempo.  Estuvo viendo varios pisos, visitando algunas agencias, revisando los periódicos de segunda mano, cenando con embutido, abandonándose al televisor... y llorando por aquel abandono al que se veía sometida...  No podía evitarlo.  Lo peor era, que esas lágrimas se le estaban haciendo muy amargas, y conforme pasaban los días sin noticias de Víctor, el rencor se le iba convirtiendo en odio y la desidia en rabia.

Sin embargo, y aunque pareciera imposible, la situación podía empeorar aún más.  Ahí estaba el predictor para confirmarlo.  Desde entonces, cada noche, sobre el sofá cama, permanecía insomne planeando la forma de deshacerse de ese niño que la estaba desgarrando por dentro, y cuya semilla originaria, ahora detestaba más que nada en este mundo.  En esto estaba sola, no podría recurrir a nadie, no la entenderían... No, nadie la entendería.

Aquel último domingo del mes, su compañera de piso había ido a hacer una visita a sus padres.  Azucena no esperaba a nadie.  Era el momento.  Ya tenía preparado todo lo necesario.  Totalmente desnuda se encerró en el cuarto de baño, frente al espejo.  Colocó la foto del “cerdo abusador” encima del lavabo.  “Ahí donde puedas verme bien, que no te pierdas un detalle de lo que voy a hacer.  Todo esto es por tu culpa, cerdo miserable.”  En la mano derecha esgrimía una aguja de hacer media, larga y gruesa, que aún no sabía exactamente como iba a utilizar.  Estaba decidida: subió una pierna sobre el taburete de plástico, y con pulso firme, despacio, hizo amago de introducirse la aguja como si de un tampón se tratara.  Pero no lo hizo, le faltaba valor.  El espejo le devolvía una imagen desolada y rabiosa.  Bajó la pierna al suelo y agarrando la foto de Víctor comenzó a gritarle: “¡Dios mío, no sabes cuanto te odio!¡Te odiooooo!”  Concentró todo ese rencor, todo esa rabia en su propio cuerpo, en el ser que estaba empezando a generarse en sus entrañas.  De inmediato, comenzó a ponerse colorada, granate, no podía ni respirar, el deseo de venganza era extremo.  Violentamente clavó la aguja en la fotografía, en la cara sonriente de su ex.  “¡Ojalá te mueras cabrón!!”... Al mismo tiempo, un hilo de sangre inició el descenso por sus muslos, sus rodillas, y unos grumos sanguinolentos le bajaron hasta los pies.  Totalmente sorprendida, tiró una toalla al suelo para que empapara la sangre.  Con ella cayeron la foto, la aguja limpia y unas gotas de saliva temerosa.  Se metió en la ducha de un salto y se dejó purificar por el agua caliente.

Justo cuando terminaba de secarse sonó el teléfono.  Recogió la toalla sangrienta y la llevó hasta el cubo de basura.  Y en un gesto que intentaba volver a parecer natural, se recogió el pelo y se puso un albornoz.  El teléfono había seguido sonando.
 
“Sí dígame”
“Azucena, soy María, vente corriendo para el clínico que Víctor ha tenido un accidente y está muy mal.  Lo único que dice es que quiere verte... Oye....”

El teléfono cayó al suelo al mismo tiempo que ella se derrumbaba sobre el maldito sofá cama.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El club de lectura I .-

La reunión del club de lectura había llegado a su fin.  Hoy se le había hecho especialmente larga.    Pero no todo el mundo se había levantado de su asiento y salido de la sala.  Ella, la chica joven de la primera fila, permanecía pegada a la silla, cruzada de piernas y con la misma mirada fija y penetrante que había tenido en todo momento.  En clara alusión poética a lo recitado, se dirigió a Arturo.  El tono de su voz era dulce y preciso, pero también enigmático y sensual.  
-         ¿Cuál fue la última vez que viste a tu sombra?
Él quedó atrapado en un momento impreciso de atracción mutua.  Era la primera vez que la veía en una reunión del club.  La observó con detenimiento, y cuando el silencio comenzaba a molestar, respondió pausado y sugerente algo que con certeza no había tenido que pensar mucho.
-         Realmente no lo sé.  Creo que nunca me he fijado en ella.  No suelo prestar atención a quien no da la cara, a quien te sigue pegado a los pies carente de la valentía para plantarse ante ti, y sin escudarse en nadie, decir claramente lo que siente.
Ella hizo amago de levantarse, pero en lugar de eso, se apoyó sobre la rodilla y puso un dedo sobre sus labios.  Se miraron despacio durante un minuto eterno.
-         ¿Dónde estará ahora el agua con que te lavaste la cara esta mañana?- preguntó ella provocativa, mientras acariciaba su cuello.
-         Llevo varios días sin lavarme pues solo el alcohol y el tabaco saben abrirme los ojos, no necesito agua ni jabón.  Procuro salir de noche, a clubes donde oculto mi cara sin rasurar y mis pómulos desaseados.- Contestó Arturo al mismo tiempo que con pasos cadenciosos se acercaba hasta ella. - Creo que esta es la mejor manera de evitar el espejo de las miradas ajenas.
Cuando llegó hasta su asiento, ella ya se había puesto de pie, y la esperaba receptiva.  Comenzaron a besarse de forma salvaje mientras se revolvían el cabello y buscaban lugares que acariciar con sus manos.
-         Bueno, y ahora vamos a dejarnos de poéticas trascendentales, que hoy estoy ya un poco saturado.- Interpeló Arturo mientras la apartaba un momento de su boca.- Vamos a lo que vamos: ¿en tu casa o en la mía?
Ella igualmente lo alejó de forma brusca, cogió el bolso que había caído al suelo y rauda sacó un par de preservativos que mostró descarada ante sus ojos.
-         ¿Y por qué no aquí y ahora?- respondió ella toscamente mientras desgarraba con los dientes una de las fundas.

sábado, 12 de marzo de 2011

El juicio final .-

Era ya muy entrada la noche, cuando un dolor extraño me despertó.  La mano derecha se me había muerto, era una prolongación inútil, prácticamente ni la sentía.  En un arranque espontáneo comencé a morderla esperando con ello recuperar la sensibilidad perdida.  Cuando noté de nuevo ese cadencioso fluir de la sangre, encendí la lámpara y miré el despertador.  Mierda, solo eran las cuatro.  Ya me sería imposible volver a recuperar el sueño.  Todas estas noches en blanco me estaban resultando un castigo, una carga incómoda que ni las pastillas conseguían aliviar.

Estos últimos días, el cansancio y la pesadez me acompañaban perennes al trabajo.  Se pegaban a los ojos y a los pies, pero no a mis manos, que ya plenamente recuperadas, eran como un torrente de fuerza: agarraban la espátula y el pincel con una vitalidad desacostumbrada.  De ese ánimo, me subía al andamio, y con la premura del que cree salvar a dios, emprendía la labor que me había sido encomendada.  Recuperé el vivo color del manto de la virgen.  Limpié por completo las caras de varios ángeles y alguna de las trompetas.  Ya antes, había salvado la columna de la flagelación que en algunos puntos se estaba desprendiendo.  Y ahora por fin las nubes lucían más claras y livianas.  Sin embargo, no estaba totalmente satisfecho.  Desde que fui seleccionado para este trabajo, algo muy profundo en mí había ido cambiando, y lo que empezaron siendo felicitaciones, ahora se me estaban convirtiendo en angustiosa inquietud.

Esa noche no iba a ser diferente a las anteriores:  Roma dormía y yo desesperaba.  Del insomnio pasaba al duermevela, y del silencio al tronar de trompetas.  Ese estallido en mi cabeza me marcaba el que sería un camino hacia abajo, hacia el infierno, hacia ese lugar en el que habitan los no elegidos.  La aparición de este desasosiego continuado se correspondía también con el final de mi relación con Ana.  Sí, tenía que reconocer que desde entonces, me había vuelto más huraño, más pendenciero, incluso más triste.  Las vigilias que yo le había hecho padecer, ahora las estaba sufriendo multiplicadas.  Pero es que en el fondo, ella no había aportado nada a mi vida, solo amor, algo que yo siempre había escrito con h, sí con h muda: hamor.  Por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin.  Pero la oportunidad de este trabajo fuera de la ciudad me impulsó, me dio alas para volar lejos.

Restaurar la piel de San Bartolomé, terminó siendo una de las tareas más complicadas.  El tiempo y las continuas visitas habían dejado una herida en la pintura que costaría recuperar.  Aquellos días estaba, aún si cabe, más deprimido todavía, y sentía una impotencia extrema, incluso para enfrentarme a una cara desdibujada.  Se me hacían muy presentes aquellas mañanas grises que se cargaban de reproches silencios y de lágrimas infantiles.  Lágrimas que yo no quería comprender, que me negaba a asumir en una desidia realmente dañina.  Siempre la traté muy mal.  Era algo que hoy me costaba mucho entender.

Estos últimos días estoy adecentando los pies de las almas condenadas.  A la misma vez, aplico una mano de pintura disolvente a la barca de Caronte.  Me siento uno más de aquellos condenados que pierden su rumbo hacia la desolación.  La soledad ha invadido cada uno de mis huesos.  Quizás me lo tenga bien merecido.  La obra, inmensa, no solo ha sido un reto, sino también una auténtica tortura, un acto de penitencia al que amparar mi vida.  Subo a lo más alto del andamio y me coloco cerca de los elegidos, de los redimidos.  Pero es un intento vano.  Soy consciente de que mi sitio no está aquí, sino mucho más abajo, precisamente donde ha de resolverse el verdadero juicio final.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Esta crisis laboral .-

¡Dos horas ya!  Parece mentira.  Es que no me lo puedo creer.  Llevo dos horas esperando, y ni siquiera se ha dignado a ponerme un mísero café.  Pero quién se ha creído esta necia que soy yo.  Bueno sí, seguro que se ha hecho a la idea que soy una chacha más, ¡uy no!, una empleada del hogar de esas que vienen por horas a pasar la bayeta. 
Pero que se puede esperar de una señora, por decir algo, que te recibe en chándal, con los rulos puestos y apestando a sudor.  Aunque ella se crea superior por el simple hecho de ser “la señora” de la casa, eso no le da derecho a tenerme tanto tiempo esperando...  ¿Para qué?  Para que luego me venga diciendo que soy un poco mayor, y así, sin más, me despache tranquilamente...
Qué pena: haber tenido que buscar trabajo en estos barrios de nuevos ricos sin educación.  Yo, que he servido cenas a ministros.  Yo, que he vestido a duquesas y acompañado a infantes.  Yo, que he limpiado la plata de grandes palacios...  ¡Qué pena!

Un caso más .-

Cuando llegaron a la estación ya era de noche y el niño se había dormido.  Aunque ya estaba todo decidido, los dos volvieron a mirarse a los ojos esperando encontrar algún resquicio de duda que les retuviera.  No fue así.  Realmente, no había vuelta atrás.

Apuraron el silencio del bebé para arroparlo un poco mejor dentro de aquel capazo lleno de manchas. Entonces, ella comenzó a llorar, y las manos empezaron a temblarle.  Necesitaba con urgencia una nueva dosis.  Él aprovechó ese incierto momento para retirar suavemente al niño de aquellos brazos marcados.  Hacía rato que ya les esperaban.  No debía pensarlo más.  El trato estaba cerrado y no había vuelta atrás.

viernes, 4 de marzo de 2011

La presentación imprevista .-

El día era frío y lluvioso.  Además, un viento llorón que soplaba insistente, se colaba por entre los pliegues de su falda.  Ana estaba literalmente congelada.  Las manos podían ir a los bolsillos o cruzarse sobre el pecho; la cara podía arrebujarla aún más entre la bufanda y el cuello de la cazadora, o pellizcársela para entrar en calor; los pies podía golpearlos con terquedad contra el suelo o pisar uno sobre el otro...  Pero las pantorrillas...   Y los muslos... ¿Por qué obtusa razón tuvo que ponerse falda aquel día?

No podía más.  Así que cuando vio aquel cartel que anunciaba la presentación de un libro, no se lo pensó dos veces.  Hacía mucho tiempo que no visitaba el Círculo de Bellas Artes, y esta entrada accidental le iba a permitir recuperar un hábito ya casi olvidado, el de las actividades culturales.  Desde que se casó, hace ya casi ¡diez años!, parecía mentira, se había entregado por completo a su familia y trabajo, dejando a un lado todo aquel ritmo de charlas, coloquios, recitales, exposiciones, y otros actos similares que antes, le habían ocupado al menos cuatro, de los siete días de la semana.

Ahora, más calentita, parecía que hasta pensaba mejor las cosas.  Pagó la entrada (quiso recordar que antes no cobraban) y subió hasta el cuarto piso.  El conserje le había avisado que quedaba más de una hora para el comienzo de la presentación, pero ella había ignorado el comentario.  Esperaría tranquilamente.  El salón estaba poblado de sillas vacías.  Ana tomó asiento en la penúltima fila.  Pensó que ese sería un lugar discreto, recoleto, que le permitiría no parecer demasiado entusiasmada con aquel escritor al que realmente ni siquiera había leído. 

Rebuscaba en su bolso, cuando inesperadamente alguien se sentó justo a su lado.  Se trataba de una anciana de aspecto elegante y porte intelectual.  Miró hacia los lados extrañada.  No, no había llegado nadie más, todas las sillas estaban vacías.  ¿Por qué se habría sentado justo ahí habiendo otros sitios más alejados que estaban vacantes?  Ella no lo hubiera hecho.  Pero, bueno, que se le iba a hacer.  Ahora sí que le parecía una señal de mala educación cambiarse de sitio, así que resignada, se cruzó de piernas y cerró el bolso.

Al silencio no le dio tiempo a incomodar.  La señora mayor se volvió hacia Ana, y con una calmada educación la interpeló a preguntas que ni por asomo esperaba.

-         Perdone que la moleste, ¿no será usted amiga del escritor?.
-         No... No soy amiga. – respondió Ana un poco cortada.
-         Ay, no me diga.  Como la he visto aquí tan pronto... 
-         Es que no me gusta llegar tarde a los sitios – mintió Ana.
-         Entonces seguro que es como yo, una fiel admiradora de su obra.  Yo lo sigo hace tiempo.  Me encantan sus libros: qué manera tan peculiar de dosificar los elementos narrativos, qué intensidad en los personajes, qué calidad en el texto.  Realmente es único, ¿no está usted de acuerdo?

Ana asintió silenciosa y se revolvió incómoda en su asiento.  Abrió el bolso y volvió a rebuscar en él para evadir nuevas preguntas.  ¿Dónde estaría el dichoso móvil?.

-         No sé a usted, pero a mí desde luego, lo que más me engancha de su escritura son esas historias tan realistas, pero a la vez tan poéticas, dónde los personajes se confiesan dando una perspectiva global de sus debilidades.  ¿Se ha leído usted ya su último libro?
-         No... todavía no – balbuceó Ana algo nerviosa pues seguía sin encontrar el móvil que le sirviera  de excusa.
-         Yo estoy convencida que su obra es como un cóctel en el que se mezclan, tanto la literatura francesa del siglo diecinueve, como la mejor narrativa americana de los años sesenta...

Ana estaba cada vez fastidiada por esa situación.  La señora no dejaba de hablar como una verdadera erudita, y ella ya casi ni se acordaba del apellido del autor.  Parecía un chiste.  De verdad, que eso no le podía estar pasando.  Eso sí, ella seguía asintiendo arriba y abajo, como si estuviera de acuerdo en todo.  Hasta llegó un momento que ni siquiera escuchaba. 

-         Entonces, ¿estaría usted dispuesta a casarse con él?  Harían muy buena pareja...
-         ¡Perdone! – reaccionó Ana dejando de mover la cabeza. - ¿Cómo dice?.
-         Que sí, que sí, no se lo piense.  Que este hombre es todo un partido, y además muy guapo.
-         Pero que no me piense qué, pero... ¿de qué me está usted hablando? – Ana se giró incrédula.
-         Del escritor mujer, de qué está soltero y creo...

De pronto una mujer entró gritando en la sala, y haciendo alocados aspavientos se dirigió hacia ellas.

-         ¡Mamá! ¡¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?!  Llevamos una hora buscándote por todo el edificio.  Es que no se te puede dejar sola.

La anciana del pelo blanco enmudeció repentinamente y agachó la cabeza como si acatase resignada un castigo divino.  Su gesto tan vital hacía un momento, se había ensombrecido.  Esa mujer la agarraba ahora del brazo obligándola a ir con ella.  Ana no sabía lo que estaba pasando, así que también se levantó como en un ademán aclaratorio.

-         Espero que no la haya molestado – se disculpó la mujer. – Estábamos en el cafetería tomando algo, cuando entre charla y charla, nos dimos cuenta que mi madre se había escapado.  Otra vez.  No sabe usted lo qué es esto.
-         No.  No se preocupe que a mí no me ha molestado. – respondió Ana. – Me estaba hablando de literatura y de los libros que ella había leído del escritor este que presenta hoy.
-         No.  Eso no es posible – dijo con una mueca de incredulidad. – Mi madre hace casi diez años que sufre alzheimer, y desde entonces solo abre la boca para comer. 
-         Pues... Pues... Yo diría... – entonces Ana se dio cuenta que era mejor callar, y mientras las mujeres se alejaban, ella volvió a sentarse.

Muda y extrañadamente triste se abrigó todo lo que pudo y salió del edificio.  ¿Por qué se le habría ocurrido salir aquel día?...  Con este frío.  Hubiera sido preferible quedarse en casa con los niños.