sábado, 26 de marzo de 2011

El oído .-

El traqueteo de la furgoneta le sumió en un profundo sueño.  Los recuerdos sufridos bombardeaban su mente sin poder evitarlo.  Aquellos terribles momentos, todavía cercanos, se aglutinaban, convirtiendo ese ligero trastorno temporal en una desesperante pesadilla. 

Andaba por una selva infestada de bufidos y otros chillidos extraños para él.  El mínimo chasquido de una rama seca se convertía en un arrebato terrorífico.  Llevaba horas perdido, buscando a su amada, también perdida, desaparecida, secuestrada... quién sabe qué.  Subía a los árboles, colmados de frondosidad y alborotadores animales.  Escudriñaba tras los gruesos troncos, que intentaba evitar en un zigzagueo continuo.  No aparecía por ningún lado, ni aún siquiera en aquellas oquedades de hojas, que al pisarlas explosionaban en suspiros de humo negro y maloliente.  Las manos comenzaron a sangrarle en un goteo insistente que aporreaba su pecho de angustia.  Atento a cualquier ronroneo, cualquier respiro entrecortado que le permitiese localizarla, no se percató del extravío febril en que estaba cayendo.  Ahora ya todo le intimidaba y le producía sobresaltos inesperados: el repiqueteo continuo de cualquier ave, el resoplido de una alimaña, el rugido lejano de un monstruo desconocido, incluso el crujido suave de las hojas llevadas por el viento.  No lograba encontrarla.  Las gotas de sudor se mezclaban con lágrimas, que fatales brotaban una y otra vez.

Cuando la policía le golpeó en el hombro, despertó.  Habían llegado a la jefatura.  Ahora tendría que rememorar concienzudamente todo lo ocurrido.  Por qué, cuando les encontraron en aquel claro del bosque, tras varios días sin saber nada de su paradero, él estaba como enloquecido y ella muerta.

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