jueves, 7 de abril de 2011

Las señales .-

A veces, eran pequeñas huellas de su paso, las que encontraba entre mis libros, entre mi ropa, en alguna de las paredes.  Pero la definitiva señal de su llegada, de su entrada en mi vida, fue algo inesperado e ingenuo:  descubrí que el color de mi habitación había cambiado.  Del azul pálido, de niño siempre enfermo, las paredes habían pasado a ser de un verde intenso que recordaba la selva amazónica, y las historias de exploradores que me leía el abuelo.  Una sonrisa inesperada me recibió en el espejo.  Sin pensarlo dos veces conecté al enchufe la afeitadora electrónica de mi padre, y me quité ese incipiente bigote que me hacía una sombra ajena sobre el labio.  Ya en la cocina, las risas irónicas eran un todo agradable que hasta a mí mismo me sorprendía.

-         ¿Cómo está mi hombrecito hoy? – me acariciaba mi madre. – Anda dame un beso de buenos días... Uy, pero que beso más tierno y suave.
-         Anda bonito, dame a mí otro igual – mascullaba mi hermano, que siempre sería el mismo imbécil.

Volví a notar su presencia una vez llegado al instituto: los apuntes se me hicieron familiares, los ejercicios casi pasatiempos, y las hasta ahora aburridas clases de matemáticas y ciencias naturales, se me hacían interesantes.  Las ganas de participar, de preguntar, de saber, eran otras.  No sé cómo decirlo...  Era alucinante:  estaba ahí, y por primera vez en mucho tiempo, era consciente de mi existencia entre el resto de los alumnos.  Aún no tengo palabras para expresar el partido de baloncesto que me salió en la clase de gimnasia.  Rebosaba fuerza y vitalidad.  A partir de ahí, las nuevas actitudes y sus nuevas consecuencias se sucedían.

Creo que me siempre me acompañaba.  Uno de los momentos que más cerca noté su presencia fue cuando llevé a Rita al veterinario.  Tenía una enfermedad extraña que le afectaba al hígado.  Sufría mucho y lo mejor era sacrificarla.  Salí de la consulta totalmente compungido, quería llorar, tenía un nudo en la garganta que me ahogaba.  De pronto, una leve brisa me silbó en los ojos y removió mi pelo.  Noté como si una mano amiga apretase mi hombro.  No me volví ni mi asusté, sabía que era él, incluso Rita lo notó pues levantó las orejas y saltó de mis brazos.  Ahora brincaba a mi alrededor y ladraba alegremente.

“Qué suerte el día de la tormenta, pero que suerte tuviste.”  “Se te apareció el señor.”  “Ni un solo rasguño, increíble.”  Diferentes eran las visiones que las gentes tenían de aquel acontecimiento.  Cuando el cielo se abrió, y un torrente de agua y barro cayó sobre el pueblo, yo acompañaba a un grupo de amigos de paseo por la orilla del río.  El desbordamiento nos cogió más cerca que a nadie, había agua por todas partes, algunos de hecho desaparecieron con la riada.  Yo sin embargo, logré aferrarme a una torreta eléctrica y pude divisar todo el espectáculo que bajo mis pies se estaba produciendo.  Él estaba conmigo.  Recuerdo que mientras llovía, una tenue canción tintineaba en mis oídos:  “Tengo tu vida en mis manos, tranquilo mi dios, tranquilo”.

A las chicas les comenzó a gustar mi voz, querían escuchar mis historias, y las encandilaba mi mirada.  Estoy convencido que fue él quien me empujó y me abrió los ojos al sexo hasta entonces oculto bajo unos pantalones pasados de moda.  Mi primera cita fue con Silvia, la chica del quiosco, mayor que yo, tenía fama de experimentada.  Sin embargo, mis besos y caricias, totalmente espontáneas, no aprendidas, la volvieron loca de placer.  Aquella noche fue inolvidable.  Él me había enseñado a utilizar mi cuerpo, a dar placer y a saber recibir el mejor.  Desde entonces, las mujeres dejaron de ser una conquista difícil en  mi vida.

Terminé la carrera con matrícula.  Hice varios estudios de postgrado y viajé por casi toda Europa.  Me casé con la mujer más maravillosa del mundo que me ha dado dos hijos.  Ahora tengo a mi cargo toda una empresa con beneficios notables, un chalet y varios coches.  He conseguido todo lo que me proponía...  Gracias a él, estoy seguro.

Muchas veces, cuando leo mi diario, descubro que lo que empezaron siendo pequeñas señales, se han ido convirtiendo en socavones de mi vida.  Desde aquel día en que cambió el color de mi habitación, han pasado ya muchos años.  Hasta ahora no me ha pedido nada, y eso en el fondo, me da mucho miedo.  Me aferro a la vida, cuando sé que tengo un tope que se va acercando:  los cuarenta años que en su momento me parecieron tan lejanos, ya casi me alcanzan.  Él, siempre a mi lado, ha ido excavando mi alma, cada vez más fría.  No sé por qué sigo aún hablando de MI ALMA, cuando realmente dejó de ser mía, el mismo día que cambió el color de mi habitación, aquel día en que justo antes de acostarme firmé un pacto con él y se la vendí.

3 comentarios:

  1. Ansiosa espero saber por cuanto se la vendiste... y si mereció la pena, que seguro que sí, que las almas hay que compartirlas... jeje.

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  2. Estoy seguro de que la transacción mereció la pena. El valor no te lo puedo decir, es algo subjetivo que depende de cada persona... MUCHO...

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  3. Benito, chico, cada día te superas. Yo no pensé precisamente en el diablo hasta que llegué al final, pero en fin, me gustó mucho. Un abrazo, Mati.

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