jueves, 14 de julio de 2011

La Casa Apagada - Planta primera (parte IV) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...

Primera planta 1 Aurora
Aurora está desesperada.  Esto de trabajar en el turno de tarde la pone de muy mal humor.  Pero no es lo único, porque últimamente casi todo la pone de mal humor.  No aguanta tener que esperar el metro y menos los apretones de la gente una vez que estás dentro.  Y ya si el vagón se para en medio de un túnel, es que le han jodido el día, los nervios se le encrespan.  Le repele la gente que huele mal, no soporta a los costras que le piden continuamente por la calle.  Odia a la personas con mal gusto, que combinan a ciegas, y aún más a aquellas viejas horteras que gritan al hablar. 
“Todavía las siete, no me lo puedo creer, hoy se me está haciendo el día más largo que nunca.  Y encima esta puta lluvia”.  Aunque no está muy bien visto, se pone los cascos conectados al ordenador y comienza a escuchar el Avalanche de Sufjan Stevens.  Mira a su alrededor en la oficina:  sus compañeros teclean en el ordenador, hacen fotocopias o hablan por teléfono.  “Míralos, qué bien se lo pasan, si hasta parece que disfrutan.  Es que no puedo con ellos.  Mucho de buenas palabras, pero luego, por detrás, al menor descuido, ya te la están clavando.  Malditos hipócritas, si es que cómo no voy a preferir estar sola”.
Inesperadamente todo queda a oscuras.  Surgen los típicos grititos y bromas.  Algunos se acercan a la ventana para comprobar el alcance del apagón.  Otros permanecen sentados mientras comentan la situación.  Ella permanece en silencio.  Le da pánico la oscuridad.  Los primeros síntomas de un ataque de ansiedad se le van presentando.  Se echa las manos a la cabeza y se tapa los oídos.  Nadie lo sabe, pero desde pequeña duerme con la luz encendida.  Aún recuerda con nitidez, el día que la madre Montserrat la encerró en el cuarto de los ratones por haberse roto la falda en el tobogán.  Y también memoriza claramente las tijeras, la sala de rezos, y cómo había destrozado, una por una, todas las biblias y misales que utilizaban las monjas en sus continuas oraciones.  “Ya no podrán rezar más”.
Alguien propone salir al pasillo a charlar tranquilamente en lugar de andar a gritos.  Aunque sólo entra el resplandor de las nubes plomizas, todos se levantan y salen de la sala.  Todos menos Aurora, que tras una pausa, abre el cajón y coge las tijeras.  Sin pensarlo ni un segundo más se lanza al suelo y comienza a cortar todos los cables: ordenadores, teléfonos, impresoras, fotocopiadora... “Ya no podrán trabajar más”.

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