sábado, 12 de marzo de 2011

El juicio final .-

Era ya muy entrada la noche, cuando un dolor extraño me despertó.  La mano derecha se me había muerto, era una prolongación inútil, prácticamente ni la sentía.  En un arranque espontáneo comencé a morderla esperando con ello recuperar la sensibilidad perdida.  Cuando noté de nuevo ese cadencioso fluir de la sangre, encendí la lámpara y miré el despertador.  Mierda, solo eran las cuatro.  Ya me sería imposible volver a recuperar el sueño.  Todas estas noches en blanco me estaban resultando un castigo, una carga incómoda que ni las pastillas conseguían aliviar.

Estos últimos días, el cansancio y la pesadez me acompañaban perennes al trabajo.  Se pegaban a los ojos y a los pies, pero no a mis manos, que ya plenamente recuperadas, eran como un torrente de fuerza: agarraban la espátula y el pincel con una vitalidad desacostumbrada.  De ese ánimo, me subía al andamio, y con la premura del que cree salvar a dios, emprendía la labor que me había sido encomendada.  Recuperé el vivo color del manto de la virgen.  Limpié por completo las caras de varios ángeles y alguna de las trompetas.  Ya antes, había salvado la columna de la flagelación que en algunos puntos se estaba desprendiendo.  Y ahora por fin las nubes lucían más claras y livianas.  Sin embargo, no estaba totalmente satisfecho.  Desde que fui seleccionado para este trabajo, algo muy profundo en mí había ido cambiando, y lo que empezaron siendo felicitaciones, ahora se me estaban convirtiendo en angustiosa inquietud.

Esa noche no iba a ser diferente a las anteriores:  Roma dormía y yo desesperaba.  Del insomnio pasaba al duermevela, y del silencio al tronar de trompetas.  Ese estallido en mi cabeza me marcaba el que sería un camino hacia abajo, hacia el infierno, hacia ese lugar en el que habitan los no elegidos.  La aparición de este desasosiego continuado se correspondía también con el final de mi relación con Ana.  Sí, tenía que reconocer que desde entonces, me había vuelto más huraño, más pendenciero, incluso más triste.  Las vigilias que yo le había hecho padecer, ahora las estaba sufriendo multiplicadas.  Pero es que en el fondo, ella no había aportado nada a mi vida, solo amor, algo que yo siempre había escrito con h, sí con h muda: hamor.  Por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin.  Pero la oportunidad de este trabajo fuera de la ciudad me impulsó, me dio alas para volar lejos.

Restaurar la piel de San Bartolomé, terminó siendo una de las tareas más complicadas.  El tiempo y las continuas visitas habían dejado una herida en la pintura que costaría recuperar.  Aquellos días estaba, aún si cabe, más deprimido todavía, y sentía una impotencia extrema, incluso para enfrentarme a una cara desdibujada.  Se me hacían muy presentes aquellas mañanas grises que se cargaban de reproches silencios y de lágrimas infantiles.  Lágrimas que yo no quería comprender, que me negaba a asumir en una desidia realmente dañina.  Siempre la traté muy mal.  Era algo que hoy me costaba mucho entender.

Estos últimos días estoy adecentando los pies de las almas condenadas.  A la misma vez, aplico una mano de pintura disolvente a la barca de Caronte.  Me siento uno más de aquellos condenados que pierden su rumbo hacia la desolación.  La soledad ha invadido cada uno de mis huesos.  Quizás me lo tenga bien merecido.  La obra, inmensa, no solo ha sido un reto, sino también una auténtica tortura, un acto de penitencia al que amparar mi vida.  Subo a lo más alto del andamio y me coloco cerca de los elegidos, de los redimidos.  Pero es un intento vano.  Soy consciente de que mi sitio no está aquí, sino mucho más abajo, precisamente donde ha de resolverse el verdadero juicio final.

1 comentario:

  1. Bienaventurados los que aman, y en su intento de hacer felices a los demás, se entregan sin remedio. Y bienaventurados los que sufren, porque de ellos será el reino de los cielos. Majestuoso. Cada día me gustas más...

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