viernes, 17 de junio de 2011

La Casa Apagada - Planta baja (parte II) .-

Eran las siete de la tarde cuando se produjo el apagón en La Casa Encendida.  Nadie lo esperaba...

Plantas 0/Baja  0 /B  Paula y Antonio 
Paula se coge del brazo de su marido mientras observa el espacio vacío: sólo unas luces que se encienden y apagan cada cinco segundos.  Sabe que en cualquier momento Antonio va a saltar con algún comentario grosero sobre el arte moderno, de ahí que se abrace aún con más fuerza a su brazo, en un amago tierno de evitar ese arranque violento que ya le conoce.  Fue de ella la idea de visitar la exposición antes de ir al restaurante donde han reservado mesa para las 20:30.  Van a celebrar sus quince años de casados y ella quiere que todo salga bien, incluso le ha comprado un regalo.
Inesperadamente, todo queda a oscuras.  Al principio les parece que forma parte de la exposición.  Sólo cuando el vigilante les pide que no se alerten, que en seguida vuelve, que va a averiguar qué ha pasado, son conscientes del apagón.  Ella tira suavemente de Antonio, hasta apoyar la espalda contra la pared que recordaba más cercana.  Calla, pues como le conoce, prefiere el silencio, es mejor no provocar.  Sin embargo, ocurre.
-         ¡Joder, Paula, mira que lo sabía!  Sabía que la mierda esta me iba a amargar la tarde.
-         Pero cariño como ibas a saber nada.  Se ha ido la luz y punto.  Eso nadie lo puede adivinar.
-         Pues yo ya me barruntaba algo.  Si es que no sé para qué te hago caso.  Cada vez que organizas algo la cagas.  A ver qué hacemos ahora aquí encerrados, a oscuras, y todo para nada, para ver tres tabiques pintados de blanco y una bombilla rota.  ¿Y a esto tú lo llamas arte? 
-         Yo no.  Esto lo llaman arte los expertos, que saben más que nosotros.
-         Sabrán más que tú, que no sabes ni ensartar una aguja.  Si es que eres como tu madre, que solo sabe escribir su nombre cuando tiene que firmar. 
-         Oye, no te metas con mi madre, que ya tuvo bastante con sacar adelante a cinco hijos.
-         Y así habéis salido todos, unos incultos, unos tarados.
-         Uy ya salió el catedrático, el licenciado en filosofía y letras, el vendedor de ¡colchones! más laureado.
-         Paula, no me toques los cojones, que ya me conoces.  Que sepas, que por lo menos, yo trabajo, cosa que tú no has hecho en tu vida.
-         Ah, muy bien, que no es trabajar el limpiar toda la mierda que vas dejando desde que te levantas.  Si no fuera por mí, no sabrías ni ponerte los calzoncillos a derechas.
-         Paula, que te embalas...
-         Antonio, que te pierde la boca...
-         Mira, paleta ignorante, a mí no me habla así ni mi padre.  Si por no saber, no has sabido ni hacer hijos, coño, tanto como te las das con los de otros.
Paula comienza a deslizarse contra la pared hasta acabar sentada en el suelo.  Las lágrimas no terminan de salir, más bien lo que tiene es una rabia contenida que hace que le tiemblen las manos.  Le da miedo esa negritud extrema.  Por su cabeza discurren desordenadas imágenes de lo que ha sido su vida los últimos años. 
Con la misma pausa, se consigue enderezar hasta ponerse a la altura de Antonio.  Comienza a acariciarle la cara como tantas veces ha hecho, con calma, con dulzura.  Él la rechaza airado.
-         ¡No me toques ahora, joder!  Que sabes que me pone más de mala leche todavía.
-         No cariño si ya no te voy a tocar más...
Con toda su rabia le da un rodillazo en los testículos.  Y cuando nota que se encorva, le coge de los pelos y le grita al oído:
-         ¡¡Vete a la mierda!!.
La puerta de la sala chirría al abrirse.  Se oyen unos tacones desorientados, pero resueltos, que suben las escaleras. 
-         Y esta jodida luz que sigue sin venir.

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