viernes, 4 de febrero de 2011

A la hora de la siesta .-

El calor era agobiante, realmente agobiante.  En la calle, solo un par de perros sin amo se quejaban con aullidos de esa presión flamígera que cortaba hasta la respiración.  Las terrazas cerradas, los toldos echados, y las persianas bajadas ocultaban del sol a esa mezcla variopinta de culturas vivas que se daban en mi barrio.
Un grito.  Otro.  Y hasta tres gritos más rompieron la tarde estival.  De la misma garganta de mujer.  Inconexos.
Algunos, podrían pensar que se trataba de la telenovela que alguien acababa de poner en su casa a un volumen descuidadamente elevado.  Otros que de la asistenta que obligada a planchar en siesta, se duerme sobre la mejor camisa de su señora.  Otros que de esa pesadilla inesperada que por inoportuna rompe el ligero cabeceo de la quinceañera sobre el sofá.
Pero, ciertamente, si alguien sabía de lo ocurrido, ese era yo. 
Solo yo, las manos aún sucias por los cascotes de piedra, el aliento aún cargado de vino barato, la mirada aún perdida por los celos.  Solo yo, golpes secos sin piedad.  Solo yo, fuerza y rabia  suficientes para machacar su cráneo con el martillo de obra...  Hasta hundirlo entre esa masa roja que ahora manchaba mi pecho.

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